
"Amor, a ti me veñh’ora queixar
de mía senhor, que te faz enviar
cada u dormio sempre m’espertar
e fazme de gram coita sofredor.
Pois m’ela nom quer veer nen falar,
que me queres, Amor ?"
Fernando Esquio
A Tórtola, por me tirar sempre do maxín.
E a Manuel Rivas por convocar tantas líricas pantasmas.
- I -
Naquel cálido inverno austral, en torno da mesa dun café, convocáronse todas as pantasmas que a última hora decidiu meter na maleta. Foi un impulso o un instinto de supervivencia o un por “siascaso”… por si o bicho morriñento que nos inocularon aos que nacemos nesta beira a aguilloaba.
E así foi que, chegada á terra onde moraban Traucos e Pincoyas arrodeados de mar e bosques de aromos dourados, deixábase acompañar á hora do café por O’Rivas, que deitaba ao seu oído: “Que me queres amor”. Daquela prendía no limiar dunha xanela atrapada pola luz e a albura do líquido níveo que verquía o xerro de zinc de A leiteira de Vermeer, e daqueloutra leiteira -eran cuspidiñas, “dúas pingas de leite” que dicía O’Rivas-, que tiña habitado nos verdes campos do aíllado paraíso dos Comedores de patacas.
Cando daba un sorbo ao café, envisaba os ollos naqueloutra fiestra que enchía a ollada dun

Regresou hai tempo do cálido inverno austral e coidou atopar nestoutra beira esa pedra que gravita cunha incrible e imposible levedade no aire, esa pedra sobre a que Magritte construi



A perspectiva amorosa, René Magritte
Pero non. Ela é teimuda, e no silencio sigue a asexar unha triloxía magritiana polo ollo da pechadura. E coida que alí, ao fondo, agachada baixo as raíces da árbore e no contorno do halo de luz que a arrodea, está a pedra intacta con aqueles marcados e profundos surcos que se revelan na parte frontal e onde a levedade parece non ter lugar. Mais, xa non sabe.
Notas:
-A leiteira de Vermeer, título dun cadro de J.Vermeer e dun conto de Manuel Rivas en Que me queres amor, edit. Galaxia, Vigo 1995
-Os comedores de patacas, cadro de Van Gogh e título dun libro de Manuel Rivas.
-O Saxofonista Namorado, personaxe do conto de Rivas Un saxo na néboa en Que me queres amor
-O Mestre Republicano, personaxe do conto A lingua das bolboretas en Que me queres amor
-O Mero, personaxe do conto O’ Mero en Ela, maldita alma, Manuel Rivas, edit. Galaxia, Vigo 1999
La perspectiva amorosa
En aquel cálido invierno austral, en torno a la mesa de un café, se convocaron todos los fantasmas que a última hora decidió meter en la maleta. Fue un impulso o un instinto de supervivencia o un por “siacaso”… por si el bicho morriñento que nos inocularon a los que nacimos en esta orilla la aguijoneaba.
Y fue así que, llegada a la tierra donde moraban Traucos y Pincoyas rodeados de mar y bosques de aromos dorados, se dejaba acompañar a la hora del café por O’Rivas que susurraba a su oído : “Que me queres amor”. Entonces se detenía en el umbral de una ventana atrapada por la luz y la albura del líquido níveo que vertía el jarro de zinc de La lechera de Vermeer y de su gemela -eran igualitas, “dos gotas de leche” que decía O’Rivas-, otra lechera que había habitado en los verdes campos del aislado paraíso de Los comedores de patatas.
Cuando daba un sorbo al café, ensimismaba la mirada en otra ventana que henchía los ojos de un intenso y salado azul del Pacífico racheado a aquellas horas por el plata iridiscente del espejo del mediodía. Era cuando avistaba en la lejanía el barco pirata donde íban el Saxofonista Enamorado hacia Santa Marta de Lombás, el Maestro Republicano hacia el paredón, y El Mero, un Tutsitala que se convertía en marinero cuando recreaba las aventuras transoceánicas -nunca vividas- en la taberna de Sherezade. Y en medio de todos aquellos fantasmas, ella estaba, lejos, muy lejos, en el país de Maconcón, buscando una piedra intacta (o un castillo magrittiano suspendido en el aire) antes de que el mundo ya existiese.
-II-
Regresó hace tiempo del cálido invierno austral y creyó encontrar en esta orilla esa piedra que gravita con una increíble e imposible levedad en el aire, esa piedra sobre la que Magritte construyó un castillo y a la que la fuerza de la gravedad parece atraer inexorablemente hacia la tierra o el mar, porque como dice el refrán: “Las cosas caen por su propio peso”.
Ella mira las incisiones de la piedra, como las arrugas de la frente de un hombre, y, callada, espía por el agujero de una cerradura donde cree atisbar lo profundo del ser, aunque lo que (aparentemente) más luz aporte sea la maravilla dorada de la flor de un aromo.
Pero no. Ella es testaruda, y en el silencio sigue observando una trilogía magritiana por el ojo de la cerradura. y piensa que allí, al fondo, oculta bajo las raíces del árbol y en el contorno del halo de luz que lo rodea, está la piedra intacta con aquellos marcados y profundos surcos que se revelan en la parte frontal y donde la levedad parece no existir. Mas, ya no sabe.