30 de julio de 2010

Ecos de Buguina



Ecos de buguina

Era fraca, lixeira, de ollos achicados e beizos consumidos. O Seu rostro de campesiña, labrado polo frío do inverno e o sol do verán, tomara a cor escura da terra que traballaba. No inverno ulía a choiva e leite quente, e a herba seca e espigas de paínzo no verán.
Durante todo o ano vestía roupas escuras, calzaba zocas e cobría a cabeza cun pano negro. Gardaba os seus tesouros nunha caixa de latón. Unhas medalliñas, un anel, uns retratos antigos e algunhas cartas enviadas, tempo atrás, dende Cuba. E nun estoxo, con forro de veludo vermello, unha buguina mariña e unha postal dunha praia solitaria con palmeiras.
Aquela tarde vestía roupa nova, locía zapatos e o seu cabelo gris recollíase nun sinxelo moño. Durante a viaxe apenas falou. Envisaba a mirada tralo cristal aprehendendo espazos e paisaxes ignoradas aos seus ollos. Por momentos, entretíñase en colocar os plisados da súa saia, en limpar o inexistente po da súas ropas, en admirar os seus zapatos de acibeche.
Ao remate da viaxe baixou do coche e fronte ao sol da tardiña camiñou por un estreito sendeiro. Sabía que estaba perto. Ata ela chegaba o vaivén duha melodía descoñecida e o arrecendo a buguina mariña que a brisa abalaba no seu colo. Co corazón axitado e os ollos arelosos tomou carreiriña e, lixera, rubiu aos montículos de area. E nos ollos de María naceu o mar: unha praia solitaria, sen palmeiras.


Ecos de caracola

Era flaca, ligera, de ojos achicados y labios consumidos. Su rostro de campesina, labrado por el frío del invierno y el sol del verano, había tomado el color oscuro de la tierra que trabajaba. En el invierno olía a lluvia y a leche caliente, y a hierba seca y espigas de maíz en el verano.
Durante todo el año vestía ropas oscuras, calzaba zuecas y cubría su cabeza con un pañuelo negro. Guardaba sus tesoros en una caja de latón. Unas medallitas, un anillo, unas fotos antiguas y algunas cartas enviadas, años atrás, desde Cuba. Y en un estuche, con forro de terciopelo rojo, una caracola marina y una postal de una playa solitaria con palmeras .
Aquella tarde vestía ropa nueva, lucía zapatos y su escaso pelo gris se recogía en un sencillo moño. Durante el viaje apenas habló. Concentraba su mirada tras el cristal aprehendiendo espacios y paisajes ignorados a sus ojos. Por momentos, se entretenía en colocar los plisados de su falda, en limpiar el inexistente polvo de sus ropas, en admirar sus zapatos de azabache.
Al término del viaje bajó del coche y frente al sol del atardecer caminó por un estrecho sendero. Sabía que estaba cerca. Hasta ella llegaba el vaivén de una melodía desconocida y el olor a caracola marina que la brisa mecía en su regazo. Con el corazón agitado y los ojos anhelantes tomó carrerilla y, ligera, subió a los montículos de arena. Y en los ojos de María nació el mar: una playa solitaria, sin palmeras.



Pinturas de Urbano Lugris

14 de julio de 2010

Los Fisher y El silencio de Nivasio Dolcemare

Objetos en el bosque, Alberto Savinio (Andrea de Chirico)

A Fina y Miguel

"O dono da tenda de animais explicoulle que se trataba dunha parella de inseparables. Os inseparables de Fisher, así lles chamaban.
¡Carallo co nome!, dixo o mariñeiro"
.

Supe de tal pareja de pájaros, Os inseparables de Fisher*, al mismo tiempo que el sorprendido marinero, un personaje del cuento que Manuel Rivas titula con ese nombre. En este relato se hace referencia también a una romántica leyenda que a estos peculiares papagayos adorna: “Se un deles desaparece, o outro cantará sen acougo ata morrer”. Recordé a los Fisher de Rivas y a mis amigos Fina y Miguel mientras leía una entrada de la Nueva enciclopedia de Alberto Savinio: Silencio (en el matrimonio). En esta entrada recoge una carta que Nivasio Dolcemare (seudónimo del escritor) escribe a María, su mujer, quejosa por la ausencia de palabras tras largos años de matrimonio y nostálgica de las largas conversaciones que mantenían en los primeros tiempos. Nivasio, al final de la carta, explica a María que elige la escritura porque “Bajo la bóveda de nuestro silencio hay cosas que se pueden escribir pero no decir”. La carta llama mi atención porque en ella Dolcemare es capaz de subvertir el significado del temido silencio que acoge a las parejas de largo recorrido, ese silencio que va asociado al tedio y al aburrimiento, al ya nada queda por decir. Sin embargo, el italiano lo interpreta como la llegada de un tiempo apacible, de máxima complicidad e incondicionalidad en el amor, donde la ausencia de palabras muestra la desnudez y la transparencia del alma de los amantes. No sé si estoy de acuerdo en todo lo que dice el escritor, quizás todavía necesito la propaganda de la palabra y me aferro a un verso Cunqueirián - Pro nos, amor, temos os cans fieis das verbas-, a ese vender mi yo del que Savinio dice avergonzarse al recordar como en su juventud derramaba delante de la amada una desmedida elocuencia para darse a conocer y seducirla con vehemencia. Pero no dejo de reconocer que pensar en el amor que se requiere para labrar la hondura del silencio del que habla Savinio- Dolcemare- de Chirico** es reconfortante: “Finalmente , nuestra desnudez aparece sin palabras, sin velos y, en consecuencia, silenciosa […] ¿ Es que ya no me oyes en el silencio como yo, en el silencio, te oigo a ti?”

(Nueva Enciclopedia, Alberto Savinio. Edit. Acantilado 2010)

Si quieren leer algunas entradas de este curioso y provocador libro de Savinio pinchen aquí. Podrán ver también cuadros de este escritor y pintor (hermano de Georgio de Chirico)

*Os Inseparables de Fhiser, en As Chamadas perdidas. Manuel Rivas. Edicións Xerais de Galicia.
** Alberto Savinio y Nivasio Dolcemare son seudónimos de Andrea de Chirico (Atenas, 1891- Roma, 1952)

***

Oswaldo Montenegro: A metade

2 de julio de 2010

El oscuro enemigo

La nostalgia del poeta, G. de Chirico

El oscuro enemigo*
Siempre me recordó al personaje que Burt Lancaster interpretaba en la película Confidencias de Visconti. Como él, Paco también parecía comprenderlo todo y contemplar la vida con una mirada serena de escéptico humanismo. A los cincuenta y cinco se había retirado a su pequeño pueblo, en una casita frente al mar, para vivir entre las ruinas de su inteligencia y la compañía de Madame, su gata.
Aquel primer verano de clases de francés, Totó y yo salíamos juntos. Algunas tardes llegábamos antes de la hora porque nos gustaba la casa de Paco, nuestro profesor. Tenía una espléndida biblioteca y en cada rincón guardaba algún recuerdo de sus viajes, sobre todo gatos, gatos de distintos tamaños y colores. Eran su fetiche.
Madame se amodorraba en un cojín y nosotros tomábamos café o te en unas tazas de porcelana china mientras esperábamos a Mabel, la otra alumna de Paco. En el tocadiscos sonaban Aznavour, Jacques Brell, Edit Piaff o los Conciertos de Bach. Hablábamos de cine, de música, de literatura. Bueno, más bien lo hacía el profesor, nosotros éramos jóvenes ávidos de conocimiento.
A Paco se le iluminaban los ojillos y se ponía canalla cuando nos contaba sus experiencias en París, donde había vivido a finales de lo sesenta. Era culto, refinado y amaba todo lo francés. En nuestras clases de lengua nos leía a Crhétien de Troyes, a Les Poètes Maudits y nos daba textos de La cantatrice chauve o La leçon de Ionesco para que interpretásemos. Con frecuencia quedábamos por las noches en su casa y nos ponía películas de directores franceses. En aquellas sesiones descubrimos a Renoir, a Ophüls, a Truffaut… Y fue la primera vez que vi L’Atalante de Jean Vigo.
Mabel, Totó y yo nos divertíamos con Paco, le admirábamos; y a lo largo de varios veranos fuimos estableciendo con él una amistad y una complicidad que llegó a convertirse, tanto en mi caso como en el de Mabel, en un amor platónico.
Uno de aquellos días, nos acompañó a casa de Paco una amiga de Mabel. No recuerdo su nombre, he preferido olvidarlo. Quería marcharse a Francia y Mabel le había hablado de Paco. Vino para conocerlo. Cuando Paco la vio, comentó que se parecía a Jeanne Moureau, una de sus musas más admiradas del cine francés. Era muy guapa y algo mayor que nosotros.
Aquella noche, como homenaje a ella, Paco habló de París, sus calles, sus cafés, sus librerías, los amores vividos..., y recitó poemas de Baudelaire y Rimbaud. Bebió mucho, fumó hierba e invitó a la “Moureau” a bailar La vie en rose. Estaba feliz y nosotros también. Recuerdo que nos reíamos mucho, excepto la amiga de Mabel, que después del baile se tumbó en el sofá y se quedó dormida.
En un momento de la noche, Paco se sintió mal. Nos asustó su palidez y ver que ponía los ojos en blanco. Estaba de pie y se desplomó sobre la alfombra permaneciendo inconsciente durante unos minutos. Cuando despertó, vomitó allí mismo, en el salón. Totó y yo lo llevamos hasta su cuarto, lo desvestimos y lo metimos en la cama mientras Mabel limpiaba el vómito y le preparaba una infusión.
Era las siete de la mañana cuando salimos de allí y decidimos ir a desayunar. Mientras nos servían, expresamos nuestra preocupación por Paco y entonces la “Moureau” comentó: "No sé como podéis aguantarlo, es un viejo triste que va de progre y sólo vive de recuerdos".
Nos dolió aquel desprecio. Pero empecé a entender el brillo húmedo y el velo de melancolía que cubría los ojos de Paco cuando llegaba el final del verano y nosotros abandonábamos el pueblo y sus clases.
Tenía sesenta y seis años cuando decidió morir. Fue una tarde de septiembre cuando abrió la espita del gas y se dejó ir. No fui a su entierro, algo que siempre me reprocho.
Cuando lo encontró Ada, la señora que limpiaba la casa, en el tocadiscos todavía giraba La pasión según San Mateo, de Bach, y entre sus manos retenía un poema de Baudelaire, El enemigo:

Mi juventud no fue sino un gran temporal
Atravesado, a rachas, por soles cegadores;
Hicieron tal destrozo los vientos y aguaceros
Que apenas, en mi huerto, queda un fruto en sazón.

He alcanzado el otoño total del pensamiento,
y es necesario ahora usar pala y rastrillo
Para poner a flote las anegadas tierras
Donde se abrieron huecos, inmensos como tumbas.

¿Quién sabe si los nuevos brotes en los que sueño,
Hallarán en mi suelo, yermo como una playa,
El místico alimento que les daría vigor?

-¡Oh dolor! ¡Oh dolor! Devora vida el Tiempo,
Y el oscuro enemigo que nos roe el corazón,
Crece y se fortifica con nuestra propia sangre.
***
(*Este relato fue mi primera entrada, en Octubre del 2008).
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Les invito a seguir a Florence (Jeanne Moureau) en un errático y angustioso recorrido por las calles de París buscando a Julien, su amante. La escena pertenece a Ascensor para el cadalso, clásico del cine negro dirigido por Louis Malle en 1957 y con banda sonora de Milles Davis