15 de marzo de 2010

Regina

Niñas, Laxeiro

Regina
Por algun extraño azar, su hucha había llegado a mis manos, como si el destino se empeñase en que yo no la olvidara. Era igual a la que yo había tenido, negra, de rugosa superficie y con la leyenda en la parte frontal que explicaba su procedencia: Caja de ahorros- Monte de piedad. Pero ésta de ahora, la que mi padre me había traído, tenía en su base una pequeña placa de metal con el nombre grabado de Regina. Ah, "Reyina", dijo mi padre -pronunciándolo así con y griega- mientras volteaba la hucha, "Reyina", volvió a pronunciar observando con curiosidad la plaquita al tiempo que me explicaba el significado del nombre, “Regina es la que reina”. Y sin más, ante mi asombro y extrañeza, depositó la hucha sobre el escritorio de mi cuarto diciendo: ahora es tuya. Luego, advirtiendo en mi rostro una expresión que, equívocamente, él juzgó de desconfianza, tocó mi nariz con el dedo índice cantando “Salve,mi reina de los mares”, como si con aquel gesto tierno y cómplice pretendiese alejar de su hija cualquier duda sobre la pertenencia de la hucha. Cómo explicarle a mi padre que yo no quería aquella hucha, la hucha de Regina, porque ella era la causa de mis angustias, de mis desvelos y mis pesadillas más aterradoras.

Regina, Regina de la Torre, era como una santa, decían, y así llegué a contemplarla yo, en su inmaculado perfil y sus manos blancas, arrodillaba a los pies de la cruz en la capilla de la escuela. Toda ella parecía diluirse en una sumisa y virginal languidez, con aquel recato suyo de niña etérea, buenecita y aplicada, que siempre se sabía la lección y acababa sus tareas en cuadernos limpios, sin borrones de tinta ni tachaduras. Era la irreprochable infante, como las niñas modelo de la Condesa de Ségur, siempre bien aseada, con el pelo recogido primorosamente en una larga trenza y una impoluta bata blanca con su nombre bordado en letras azules entre guirnaldas de hojas y flores. Era la niña ejemplar que nunca corría ni gritaba por los pasillos, que acudía puntualmente al rezo y nunca se salía de la fila, y sólo en contadas ocasiones salía a jugar a la comba o a la rayuela o al escondite con las otras niñas a la hora del recreo. En los días de invierno, se iba a la capilla o se quedaba en el aula de estudio pintando, leyendo o contemplando los peces de colores que había en un pequeño acuario. A veces, se escondía bajo el hueco de las escaleras al calorcito de la pared del sótano que daba a la sala de calderas, un lugar prohibido para las demás, pero no para ella, que sí la dejaban estar allí quietecita y no la reñían nunca. En primavera, se sentaba en un banco del patio, con una expresión ausente, de mirada perdida, no sé si hacia el infinito de su interior o hacia un horizonte inexistente. O quizás lo hacía al cielo con una súplica piadosa palpitándole en los labios cuando miraba al aire de la tarde con sus ojos livianos y tristes.
Así reinaba Regina en mi vida, envuelta en un áurea de perfección que la alejaba de este mundo y la elevaba a una mística nebulosa de paz que sólo había de alcanzarse en un reino divino al que ella estaba destinada. Como la santa virgen y mártir de la que había recibido el nombre. Porque Santa Regina se había entregado a Cristo y por eso rechazó el matrimonio con el prefecto romano Olibrio que se había enamorado de la juventud y hermosura de la noble doncella gala. El pagano la encerró en un calabozo durante largo tiempo esperando una sumisión y una aceptación que nunca obtuvo. Entonces se vengó de ella, la torturó y la mandó azotar para después, delante de sus súbditos, cortarle la cabeza con una espada. Así se contaba aquella terrible y cruel historia en la estampita que nos habían entregado el día del entierro de Regina de la Torre.

Fue pasadas las vacaciones de navidad cuando se ausentó del colegio. En una de aquellas tardes de invierno, una de las monjas nos requirió a la capilla para rezar por nuestra compañera, y pocos días después se declaraba luto en la escuela para asistir a su entierro. Recuerdo que llevábamos ramos de flores, lirios y rosas blancas, y con ellas rodeamos el cuerpo yaciente en el ataúd abierto de la niña- virgen con hábito inmaculado y rosario de cuentas vidriadas ciñendo sus manos. Cuando íbamos camino de la iglesia y durante la celebración de la misa, una sensación de quimérica realidad me invadía, porque los niños no podían morir. Y sin embargo allí estaba Regina, dentro del pequeño féretro ahora cerrado con pasadores de ángeles alados y custodiada por las almas temblorosas de cuatro altos cirios. Ya en el cementerio, su ataúd descendía hasta un estrecho habitáculo de piedra que fue sellado por una lápida de mármol en la que relucían las letras doradas del nombre de Regina de la Torre Campos y su fecha de nacimiento y muerte. Aquella misma noche, en la soledad de mi cuarto, mientras reazaba por ella, la vi ascender al cielo con las palmas de las manos juntas y derechitas y una corona dorada sobre su cabeza como la Santa Regina de la estampita- recordatorio.

En el colegio, la recordábamos todos los días en nuestras oraciones porque ella nos velaba y escuchaba desde algún lugar del cielo, como decían las monjas. Y aunque aquella idea me tranquilizaba, no dejaba de pensar en una de las chicas mayores que explicaba entre cuchicheos que el alma de los muertos se desprendía del cuerpo, pero la carne se la comían los bichos y sólo quedaba la desdentada calavera y un amarillo y sucio esqueleto como el que había en el laboratorio de la escuela. Aquellas aterradoras historias me impedían conciliar el sueño, tenía miedo, miedo a morir, a que me sepultaran bajo una lápida de piedra, como a la pobre Regina, y acabar siendo comida por los gusanos. Con pensamiento infantil intuía que la muerte era un reino de soledad en una noche eterna, un mundo frío e intangible de almas que habitaban las capillas y alentaban en el tibio calor de la llama de las velas. Pero peor que los pensamientos de mi vigilia, eran las angustiosas pesadillas en las que Regina era Santa Regina y una espada bajaba del cielo para cercenar su cabeza que rodaba por el páramo de mis sueños hasta una solitaria cruz que se alzaba a los pies de mi cama. Desde allí, su sola cabeza me miraba suplicante con ojos muy abiertos y murmuraba unas palabras que yo no entendía. Entonces me despertaban mis propios gritos y rompía en un desconsolado llanto que sólo conseguía calmar la presencia de mi padre junto a mi cama. En aquellas noches, mi padre repetía aquel gesto tierno de tocar mi nariz y susurrar, Salve, mi reina de los mares, y yo volvía al llanto. Y ante las preguntas de mi padre, sólo acertaba a decir, tengo miedo, tengo miedo a morir. Pero nunca supe cómo explicarle que aquella hucha había pertenecido a una niña muerta, a una niña virgen, Regina de la Torre, en la que en mis sueños, como a Santa Regina, le cortaban la cabeza.

4 de marzo de 2010

Astronauta Lírico

Pájaro de fuego, Marc Chagall

Meu amigo,
eu sería xílgaro
paxaro de lume ou estrelicia
astronauta lírico
(para Voar contigo)

ESTRELICIA
A noche, antes de dormir, me contaste un cuento.
Hablabas de una rosa blanca y un pájaro bruno
que al alba se despertaban:
la flor en el verde prado y el ave
en la alta rama.
La rosa, exhalaba su perfume y
ofrecía a la mañana
su carne de rocío perlada.
El ave, las alas desperezaba y
al primer rayo de sol
su canto le dedicaba.
Fascinada la rosa, miró al alto y,
porque era bella,
mostró sus galas para encantar al trovador.
El pájaro, miró al prado y,
porque era músico,
compuso una bella melodía para hechizar a la flor:
Ay, mía señor florida!
le decía.
Por la noche, con hilos de oro y plata,
de luna y río,
tejían encajes de ámbar y nácar,
de pájaro y flor.
Un día, el pájaro,
porque era pájaro,
alzó el vuelo,
y la rosa,
porque era rosa,
en el prado se quedó.
Al llegar la primavera, regresa el pájaro y,
por ver a su musa-flor,
en la más alta rama
se posa:
Ay, mía señor florida!,
cantó.
Mas al no hallar a su rosa,
el pájaro perdió la voz.
Cuando acabó el cuento, me preguntaste:
y tú, ¿qué querrías ser?
¿pájaro o flor?

Les dejo una bellísima composición del brasileiro Victor Ramil: Astrounata Lírico. Guadi Galego y Xabier Díaz ponen la voz. A la guitarra, Guillerme Fernández. (Gracias a merlindasroseiras por ofecernos en youtube los conciertos de "Musica no baño")



Vou viajar contigo essa noite
Conhecer a cidade magnífica
Velha cidade supernova
Vagando no teu passo sideral

Quero alcançar a cúpula mais alta
Avistar da torre a via-láctea
Sumir ao negro das colunas
Resplandecer em lâmpadas de gás

Eu, astronauta lírico em terra
Indo a teu lado, leve, pensativo
A lua que ao te ver parece grata
Me aceita com a forma de um sorriso
Eu, astronauta lírico em terra
Indo a teu lado, leve, pensativo

Quero perder o medo da poesia
Encontrar a métrica e a lágrima
Onde os caminhos se bifurcam
Flanando na miragem de um jardim

Quero sentir o vento das esquinas
Circulando a calma do meu íntimo
Entre a poeira das palavras
Subir na tua voz em espiral

Eu, astronauta lírico em terra
Indo a teu lado, leve, pensativo
A lua que ao te ver parece grata
Me aceita com a forma de um sorriso
Eu, astronauta lírico em terra
Indo a teu lado, leve, pensativo

Vou viajar contigo essa noite
Inventar a cidade magnífica
Desesperar que o dia nasça
Levado em teu abraço sideral