31 de agosto de 2009

Fragilidad


A Ventana Indiscreta, por el inesperado vuelo de sus libélulas:
LIbres
BEllas
LUminosas
LAS Libélulas

Desde niña ejercían sobre mí una irresistible atracción. Me sentaba en la orilla y durante largo rato, fascinada por su frágil belleza, las contemplaba. A la luz radiante de las mañanas de verano, se ofrecían como minúsculas y chispeantes estrellas que pellizcaban levemente la superficie de las aguas. A la luz templada del atardecer, cuando una ligera sombra se extendía sobre el río, se revelaban , en la levedad de sus gráciles cuerpos azul cobalto, como delicadas bailarinas que acariciaban con las puntas de sus zapatillas la transparencia de las aguas.

Aquella tarde, llamó mi atención la luz tornasolada de unas finas alas que sobresalían en el hueco de un árbol. Me acerqué, y el espectáculo que se me ofreció produjo en mí una mezcla de horror y fascinación. Sobre una tela de araña, de mayor tamaño que la palma de mi mano, vi un cuerpecillo torturado y carcomido en más de su mitad: el cadáver de una libélula prisionero en la retícula por sus alas que aún temblaban al aire tibio de la tarde. Mi primer impulso fue destruir de un manotazo aquella trampa, aquella estructura mortal construida con paciencia por una sabia y cruel tejedora . Sin embargo, no lo hice. Mi gesto quedo en suspenso por una fuerza interior que retuvo mi mano, un oscuro y misterioso temor a tocar el veneno de la muerte y una extraña aprehensión al contacto con el hilado pegajoso y adherente. Pero también -para que negarlo- hubo una malsana y morbosa curiosidad por descubrir como la caníbal hilandera, que no llegó a mostrarse, se daba el festín.

Cuando regresé a casa me sentí presa de una melancolía que – bien que lo sabía- estaba provocada por la ausencia de él, pero ese día aumentada por una desazón interior que no llegaba a concretar olvidada del episodio de los insectos. Sin embargo, aquella misma noche, mientras hablábamos por teléfono, le conté la desagradable anécdota de la libélula. Entonces él recordó La migala, el relato de Juan José Arreola que me había recomendado en más de una ocasión y que, por razones que no vienen al caso, yo aún no había leído.
No demoré más mi lectura y al día siguiente, por la mañana, lo leí. Mientras lo hacía, me estremecí y experimenté la misma mezcla de fascinación y horror que cuando contemplé el cuerpecillo torturado y mutilado de la libélula.

Desde entonces tengo pesadillas. Con frecuencia aparece en mi sueño una hiperbólica tela de araña que envuelve mi cuerpo y me convierte en una momia que vive: ve, oye, siente, respira… pero condenada al silencio y a la más absoluta y total inmovilidad. Cuando él está, me abrazo a su cuerpo , su contacto y su calor espantan todos mis temores. A veces me basta con escuchar su voz. Pero sus ausencias son largas y frecuentes y tengo miedo a las caníbales tejedoras y a esas retículas de seda mortal que se instalan en las esquinas de mi cuarto. Sé que están ahí. Y en las noches de insomnio percibo sus pasos, las oigo como suben y bajan por las escaleras de mi patio interior.
***
No se pierdan el relato del mexicano Juan José Arreola. Comprobarán que el mío es deudor de él . Y ya saben que las comparaciones son... inevitables.

13 de agosto de 2009

Un micro, y de paso...



Flash

La pensión se llamaba Los girasoles y ella,


con medias blancas, limpiaba la cristalera.

Lo cegó tanta luz.


Cierro el cuaderno por unos cuantos días.



Pero ya que están aquí, de paso...


¿Podrían regarme las plantas?



10 de agosto de 2009

Ex Libris


-I-
El hombrecillo señaló el edificio de arquitectura modernista que estaba al final de la calle: “Es ese, tiene la placa en la fachada”, dijo. Le diste las gracias y recorriste el espacio que te separaba del edificio. En la placa, situada a la derecha de la puerta, observaste un escudo en relieve, un águila en posición frontal que sostenía un libro entre las alas extendidas. Bajo el escudo, leíste:

Biblioteca Voltaire
Fundada en 1931 por F. G. R.

Al inicio de las escaleras, un rótulo indicaba la ubicación de la biblioteca. Subiste a la segunda planta y entraste en una espaciosa sala donde algunas personas atendían a la lectura de periódicos. Después de una rápida ojeada, te dirigiste al bibliotecario.
A tu pregunta, y observando con curiosidad el libro que retenías entre las manos, el bibliotecario te respondió con otra:
- ¿Se refiere usted al señor L G ?
Un gesto de duda se reflejó en tu rostro.
- Tal vez, puede ser.
Te acompañó por un largo un pasillo y, en su final, te indicó la entrada a una galería. Al fondo, tras una mesa orientada hacia un cuidado jardín, un hombre tecleaba en un ordenador. Lo observaste durante unos instantes y sentiste cierta inquietud, cierto temor. Las dudas retornaban de nuevo, las mismas dudas que te habían asaltado mientras conducías y la ansiedad por llegar te hacía pisar el acelerador porque siempre, siempre tuviste por cierto que irías allí. Pero había pasado más de un año…Y qué sabías tú… Al fin, tomaste aliento, te acercaste a él y pusiste el libro sobre la mesa:
-Quería devolverlo- dijiste.

-II-
Aquella noche de Junio era agradable. Extrajo de la máquina una infusión y se sentó en las escaleras de la fachada posterior del hospital. Allí se reunían los acompañantes de los enfermos para tomar el aire, fumar o charlar en voz baja, compartiendo en una absurda y necesaria catarsis las desgracias comunes. En tu caso, hablar de su enfermedad no sólo no te aliviaba, sino que te producía hastío. De nada servían las frases hechas que con la mejor intención solían intercambiarse, “Hay que tomarlas como vienen”, “Qué se le va a hacer si Dios lo manda”, “Las desgracias nunca vienen solas”, “Mientras hay vida hay esperanza”… Desde hacía unos meses, cuando comprendiste que la lucha no era para vivir sino para morir de la forma menos dolorosa posible, preferías el silencio, la soledad y el refugio en la lectura cuando no lo estabas acompañando. Acaso aquel empeño en pasar tantas horas a su lado, era una forma de acallar la mala conciencia. Le querías, pero desde tiempo atrás no lo amabas. Tal vez si no fuese por su enfermedad no estarías con él. Y a la memoria vinieron las palabras del poeta chileno: Se había separado de su mujer… estaba solo y jodido… le quedaba poco tiempo. También sabías tú que a él le quedaba poco tiempo y no se hubiera merecido pasar solo aquel calvario.

Una brisa llevaba hasta ella el olor de las camelias del jardín cercano. Aquel aroma le despertó gratos recuerdos… promesas de verano, días azules, viajes… Tiempos felices. Respiró hondo, se arrebujó en la chaqueta y miró a las estrellas… Los sueños, ajenos a la enfermedad, acudían cada noche…. Consultó la hora, habían pasado veinte minutos… ¿Podría hoy conciliar bien el sueño?... Estaba sedado, pero los calmantes cada vez hacían menos efecto. Intentaste templar tu ansiedad apartando de la mente dolorosos pensamientos. Apuraste la infusión y diste una última calada al cigarrillo, y ya te disponías a marchar cuando un hombre alto y corpulento se sentó a tu lado.
Aquella misma noche hicieron el amor en los lavabos de la planta baja. Con prisa, con urgencia, con ansiedad. No intercambiaron palabras, ni siquiera se dijeron sus nombres. Ella no recuerda cuando él, entre gemidos, pronunció el suyo mordiéndole los labios, engastándole las nalgas con poderosas manos, mientras las de ella se aferraban a la nuca de él y sus muslos encajaban las caderas masculinas. Tampoco recuerda qué noche ella pronunció el nombre de él. Recuerda, sí, recuerda, el contacto frío de los azulejos en su espalda y la tibieza del esperma humedeciendo su sexo y resbalando por sus muslos.

-III-
Mientras caminaba por el pasillo, se sintió confusa y desconcertada. En los breves encuentros que habían mantenido a lo largo de aquellas tres semanas no hubo preguntas, fue un acuerdo tácito entre ellos. Por tanto, nada se debían. Pero no pudo evitar sentir cierto vacío, cierta decepción y melancolía después de varios días de ausencia sin que hubiera mediado una explicación o al menos una despedida. Te preguntabas si aquellos dos desconocidos que se habían encontrado por azar, eran algo más que dos extraños que compartían una afición por los libros, algo más que dos seres urgidos por deseos puntuales y unidos circunstancialmente por la necesidad de aliviar la angustia y la soledad… En realidad, nada sabía de él a parte de su nombre, sus gustos literarios y de que era un anodino traductor… Sin embargo intuía que no sería fácil desprenderse de él. Y recordaste, sí, recordaste, su tacto, su olor, las manos de él recorriendo tu cuerpo.

Cuando entró en la habitación, lo vio dormido. Desde los pies de la cama lo observó. Los rasgos de su rostro se habían aflojado, pero sus ojos se contraían por momentos en un tic nervioso y la boca se tensaba en un rictus de dolor. Su respiración era fatigosa y los brazos flacos y amoratados descansaban sobre las sábanas con las palmas de las manos extendidas hacia arriba. Con delicadeza, acariciaste aquel cuerpo consumido, luego comprobaste los goteros y las vías y lo arropaste. En ese momento, abrió los ojos y con voz débil te pidió un vaso de agua. Cuando se incorporó para beber, apuntó con la barbilla hacia la repisa de la ventana y dijo: Han traído un libro para ti. Te lo dejaron en recepción.

Te acercaste a la ventana y tomaste el libro entre las manos. Tus dedos rozaron levemente las tapas mientras sentías un estremecimiento y una amalgama de sentimientos contradictorios se agitaban en tu interior. Luego lo abriste por la página que indicaba un marcador y en él, con letra casi ilegible, alguien había escrito: “Puedes quedártelo. O devolvérmelo”. Entonces buscaste en las primeras páginas esperando encontrar un nombre conocido y unos apellidos ignorados. Y en el reverso de la cubierta viste un grabado: un águila en posición frontal que sostenía un libro entre sus alas extendidas. En la parte inferior la siguiente leyenda: Ex Libris /Biblioteca Voltaire.
Entornaste los ojos y permaneciste un rato contemplando la vista que se ofrecía tras el ventanal, la luz brillante de la tarde, los niños corriendo en el parque, los árboles, el sol, la gente en las terrazas de los cafés... La vida discurriendo al otro lado del cristal.
Ahogaste un suspiro, tomaste aliento y abriste la ventana.
***
Les dejo un par de enlaces por si quieren ver diferentes Ex Libris:

4 de agosto de 2009

Los Besos Prohibidos

El beso, Monserrat Gudiol


Versos con lengua

Y la tarde se hizo deseo

en la caricia de tus manos

tactos de musgo y seda

entre mis piernas.

Y el amor fue de tu boca de agua

versos con lengua en mi boca de niebla

que besó el poema con ávidos labios.

Y la tarde fue deseo

manos tactos bocas

versos lengua labios

en la penumbra de la última fila

de un cine de barrio.