25 de septiembre de 2009

El Llamador

Se ruega tocar, M. Duchamp


"Me gustan las puertas cuando se abren hacia lo que ignoro."
Abilio Estévez

"Las puertas crean esa triste ilusión de hacernos creer que hay algo al otro lado."
David Valdés Barrios


El Llamador
"No abras esa puerta".
Pero el llamador que golpeaba a la suya era más poderoso que todos sus miedos.
Ahora está al otro lado. Y ya no puede regresar.

***

(Me hago un par de preguntas:
¿Qué puede ser ese llamador?
¿Existen sólo puertas de entrada?)



19 de septiembre de 2009

La Tentación




“La madre se propuso salvarlo de todos los peligros.
Quería un hijo limpio, virtuoso, incorruptible, que no conociera los miasmas del mundo.
La madre soñaba con un arcángel […]
La madre ordenó que cerrara los ojos y luego ató sus manos, lo amordazó.
Le dijo que olvidara su nombre, su edad, su cuerpo, que ya no tenía carne vulnerable (presagio de la carroña) que era un hombre perfecto en la habitación que ella llamaba eterna.

“¿Y los sueños? ¿Te has olvidado de los sueños?
¿Te has olvidado de que yo pienso una palabra, una sola y simple palabra, la palabra más inofensiva, y al instante surgen ciudades, multitudes, páramos…?
¿Te has olvidado de que cada noche me cobija una nueva catedral, y amanezco en plazas enormes con palomas que revolotean sobre mí, y quemo incienso, digo plegarias para agradecer la salida del sol?
Mi sueño, madre, destruye las tapias, las ventanas y las puertas. Mi sueño es un río, un camino, una tempestad […]
Mi sueño es una casa en la Rue Hautefeuille, la cárcel de Reading, una biblioteca, la soga de mi horca y tu patíbulo.
Es mi sueño quien me hace invulnerable. Sólo el puede salvarme de mi propia corrupción”

(Manual de Tentaciones, Abilio Estevez. Edit. Tusquets)


Cuando acabé de leer este bello e intenso relato del escritor cubano, pensé que bien podría servir de soporte poético para la trágica historia de Aurora Rodríguez y su hija Hildegart.

En la madrugada del 9 de julio de 1933, Aurora Rodríguez Carballeira decide acabar con la gran obra a la que había dedicado parte de su vida: su propia hija. Irrumpe en el dormitorio de Hildegart y, mientras ésta dormía, le dispara cuatro tiros, dos en la sien, un tercero en el corazón y un cuarto en el pecho. Nadie sabe exactamente qué ocurrió horas antes del cruel asesinato, qué pensamientos cruzaron por la mente de una mujer paranoica ni qué palabras dirigió aquella joven de diecinueve años a su madre. Pero no es difícil imaginar que en la larga discusión que ambas mantuvieron, Hildegart fue capaz de confesar abiertamente sus sueños, sus ilusiones, sus ansias de libertad, la necesidad acuciante y desesperada de liberarse del yugo opresor de una madre posesiva y egoísta que quiso modelarla a su manera desde la niñez: “No he tenido infancia. La necesité integra para estudiar sin descanso día y noche”
Hildegart fue pensada como un proyecto desde su nacimiento. Fue engendrada, criada y educada por su madre para encarnar a una nueva mujer, una mujer libre que luchase contra la opresión del género femenino y contra las miserias e injusticias que padecían la clase obrera en los años de la Segunda República. Se eligió a un progenitor adecuado para concebirla (al que posteriormente se le apartó de todo contacto con la hija), y desde sus primeros años de vida se la sometió a una rígida y severa instrucción. A los diecisiete años se había licenciado en derecho, contaba con una extensa bibliografía publicada, ejercía una activa militancia feminista en partidos de la izquierda libertaria española y cautivaba a cuantos la rodeaban con su brillante oratoria.
Hildegart cumplió ampliamente las expectativas de su madre hasta que la amistad y el amor entraron en su vida. Por esas puertas y ventanas llegaron maravillosos cantos de sirenas y palomas mensajeras que ofrecían y mostraban la plenitud de lo que significa la pasión y el deseo de Vivir más allá del mundo cerrado y exclusivamente intelectual que su madre le proporcionaba. Fue entonces cuando adquirió fuerza y confianza para romper la claustrofóbica pesadilla materna. Su madre llegó a creer que había una conspiración e intentaban arrebatarle a su hija, y cuando ésta expresó el deseo de marcharse sola a Inglaterra, invitada por el escritor H. G. Wells y el sexólogo Havellock Ellis, su progenitora no pudo soportarlo. La Pigmalión se había rebelado y su creadora fue incapaz de aceptar el vacío que provocaría el abandono de lo que había concebido como una “obra” perfecta que le pertenecía. Paradójicamente, aspirar a ejercer la libertad por la que luchaba y para la que supuestamente la habían educado, a Hildegart le costó la vida; y a su madre, la cárcel y el manicomio: “Mi sueño, madre, destruye las tapias, las ventanas, y las puertas. Es una tempestad… Mi sueño es la soga de mi horca y tu patíbulo”.

El "Caso Hildegart" es excepcional y excesivo por su trágico final. Pero la “Tentación” de soñar con hijos “Arcángeles” puede subyacer y ocultarse bajo las buenas intenciones. Quizás no deje de ser cierta la metáfora que apuntó el padre del sicoanálisis, la necesidad de que el hijo “Mate al padre” antes de que ambos se destruyan.
***
La imagen que encabeza la entrada pertenece al cartel de la película Mi hija Hildegart, dirigida por Fernando Fernán Gómez en 1977.

15 de septiembre de 2009

El buril del tiempo


El buril del tiempo

Te reconozco en cada gesto,
porque no soy ajena
al tiempo que te ha ido conformando
y a lo largo de todos estos años
te he ido viviendo.

Se donde se manifiestan la fortaleza,
la voluntad, el talento;
también donde se ocultan la contradicción,
la fragilidad , los miedos.
Transcribo el código de tu vanidad y de tu prepotencia,
así como el de la ira y tus varias urgencias.
Interpreto tus elipsis, y en tus silencios leo
la reflexión, la duda,
la pregunta que no cesa, la conjetura.

Es el buril del tiempo, amor,
que ha trazado cada línea de tu rostro.
Y confieso que a veces
-y aunque tú no lo sepas-,
creo atisbar en él hasta lo que desconozco.

8 de septiembre de 2009

Lección de economía


Pascual me miraba con sus ojos chicos y enterrados detrás de sus gafas. A pesar de las numerosas arrugas – su piel era como la de un sapo disecado y puesto a curar al sol-, su rostro ofrecía un gesto afable y vivaz. Tenía las arrugas de la risa, dos surcos que enmarcaban la parte baja de su nariz y se extendían hasta las comisuras de sus labios; y en la frente, se le dibujaba un mapa de carreteras de tanto sorprenderse y preguntarse por casi todas las direcciones de la vida. Era tan viejo como el grueso roble a cuya sombra se sentaba cuando llegaba el buen tiempo. Allí iba con un libro, o simplemente a contemplar como los rayos de sol serpenteaban entre las aguas de la cascada que nacía en la pardusca y distante sierra y venía a morir al río encauzado entre los vastos robledales que bordeaban sus riberas.
A Pascual, en las tardes del verano, todos sabíamos donde encontrarle. A mí me gustaba charlar con él, porque aunque ya no ejercía su profesión de maestro, nunca dejó de serlo.

Aquella tarde, me dio una buena lección, tal y como él mismo, según dijo, había recibido.

Verán, transcribo lo que me contó:
“Fue en un pequeño pueblo en el que yo ejercí como maestro, muchos años antes de llegar a éste. Eran sobre las siete de la tarde cuando llamaron a mi casa. Miré por la ventana y allí estaban en primera plana los representantes de la asociación de vecinos del pueblo: Andrés, el panadero; Amalia, la tendera; Toribio, el granjero; Isidro, el tabernero y Fernando, El campanero. Detrás de ellos, algunos lugareños más.

Venían todos alborotados y formando mucho barullo.

-¡Baje, baje, don Pascual!, gritaban todos haciéndome gestos con las manos.
Y yo, bajé.

Hablaban todos a la vez, se quitaban la palabra los unos a los otros y armaban una batahola de padre y muy señor mío. ¡Por dios, por dios!, les decía yo, calmaos un poco. No habléis todos a la vez.
Por fin se pusieron de acuerdo y fue Toribio quien habló primero.

-Mire don Pascual, que don Rosendo nos ha citado en la iglesia porque dice que va a hacer a todo el pueblo un juicio “susmarino”…

-Eso, ¡un juicio “sumarismo”! - afirmó Andrés.

-Sí, intervino Amalia la tendera, y que nos vamos a condenar todos, aquí en este mundo y en el del más allá como no confesemos y digamos la verdad!

-Eso, eso ha dicho, que iríamos todos al infierno. ¡Como si yo no tuviera bastante con asarme en el horno de mi panadería!

-Sí, sí, don Pascual, dijo que teníamos que “presonarnos todos” hoy a las nueve en la iglesia y confesar…

-A ver, a ver, calma, calma, repetía yo ante aquella caterva tan soliviantada. Por favor, explicadme bien, pero uno sólo. Venga, Amalia, habla tú.

- Sí, sí, yo le explico, don Pascual, porque como usted es un ateo “reconcentrado” y no pisa por la iglesia, pues no se entera de nada.
El caso es que queremos que usted nos acompañe para que le explique bien el asunto a don Rosendo. Porque la culpa de todo la tienen las campanas del maldito cura, que encima tenemos que pagar nosotros.

-Sí, ¡encima que el muy hijo de la gran cabra divina me ha dejado sin trabajo!-intervino Fernando El campanero.

-Fernando, sin insultar. Y deja que Amalia se explique, coño - intervine yo.

-Pues verá, don Pascual -continuó Amalia-, a don Rosendo se le puso en las cuernas comprar unas campanas eléctricas. Sí, de esas que se programan y tocan a muerto igual que sea varón o hembra, porque ni el sexo del finado respetan. Además, y para tocarnos la moral, dan las horas a todas horas, con musiquitas celestiales en las medias y ave marías purísimas en las enteras. ¡Y nosotros no queremos esas campanas! Él se pasó la democracia por el forro de la sotana y no consultó al pueblo. El pueblo se “amontinó” y nos hemos cargado las campanas. Es decir, que las hemos birlado. Y ahora quiere que vayamos y confesemos quién lo hizo, so pena de arder todos en el infierno, quedarnos sin fiesta y sin celebrar el santo patrono ni pasearlo en andas alrededor de la iglesia.

-Pero vamos a ver, -dije yo- ¿cómo os habéis podido cargar las campanas de la iglesia? ¡Por judas que don Rosendo tiene razones para estar enfadado! Él no hizo bien al no consultaros, pero vosotros no podéis tomaros la justicia por vuestra mano. Además, tampoco es un tema de tanta enjundia… ¡Qué más da quién toque las campanas!

-¿Pero es que no se da cuenta, don Pascual? ¡Don Rosendo ha echado por los suelos la economía del pueblo!-decía uno

-Eso, eso, ¡que se ha cargado nuestra economía! - coreaban todos ante mi desconcierto.

-¿Pero qué barrabasada estáis diciendo? ¿Qué tienen que ver las campanas con la economía del pueblo?- pregunté yo.”

En este punto, Pascual interrumpió su historia. Se sacudió unas briznas de hierba del pantalón y se quitó las gafas. Perdió la mirada en la lejanía, tal vez en las grecas parduscas que festoneaban la luz naranja del atardecer, y dijo:

“Eso,“barrabasada”, fue lo que yo dije, antes de que me dieran una
buena lección de economía”.

Después, Pascual se ajustó las gafas. Volvió sus ojos chicos hacia mí y continuó su relato:

“Entonces, intervino Fernando El campanero:

-Pues que yo me he quedado sin trabajo. Y ya me dirá, don Pascual, a mis años y con mi ceguera que puedo hacer… ¡Toda la vida ejerciendo de campanero!

-Bueno, Fernando, pues sí que te ha fastidiado bien a ti – le dije yo-. Es lo que tienen las nuevas tecnologías, que pretenden mejorar la vida de los hombres y a veces la cagan, con perdón. Pero míralo por el lado bueno, hombre. Al fin, te jubilas.

-Pero, don Pascual, ¿usted ha echado bien las cuentas? Un puesto de trabajo menos en el pueblo descompensa la economía de todos los demás –afirmó Fernando- . Ahora, yo no puedo comprar la espuma de afeitar y la colonia en la tienda de la Amalia, ni pagarme las cervecitas en el Isidro, ni comprarle los bollos de maíz al Andrés, ni la miel y los huevos al Toribio, ni…

-Y si a mí no me compra la miel y los huevos, ¿para que sirven mis abejas y mis gallinas? ¡Otro puesto de trabajo menos!- se quejó Toribio

-Y si a mí no me compra la espuma de afeitar y la colonia, yo no puedo comprarle los melindres a Andrés los domingos- decía Amalia.

-Y si a mí no me compra los melindres, yo no puedo permitirme tomar los cafés con copa y puro en el Isidro- añadió Andrés

-Y si no hay copa y puro para el Andrés, pues también ayuno yo. ¡Tampoco puedo pagármelos!- apostilló Isidro

-Y eso, por lo que respecta a los que aquí estamos. Pero suma y sigue con los demás vecinos. - concluyó Amalia, que de suma y sigue llenaba libretas enteras en su tienda.

-¿Entiende ahora, don Pascual?- me preguntó Fernando el campanero.”

Y de nuevo, Pascual volvió a interrumpir su relato, y, sin mirarme, dijo como hablando para sus adentros:

“La verdad, me quedé patidifuso ante aquel razonamiento tan simple y tan bien argumentado por aquellos lugareños que echaban las cuentas por los dedos y nunca habían oído hablar del Barón Keynes ni de Adan Smith. Y ni puñetera falta que les hacía”.