30 de mayo de 2009

Soneto V

Escrito ´sta en mi alma vuestro gesto
y cuanto yo escribir de vos deseo:
vos sola lo escribistes; yo lo leo
tan solo que aun de vos me guardo en esto"
Soneto V, Garcilaso de la Vega

A L. G.
Sólo el corazón de la memoria puede detener el tiempo; una emoción, un paisaje, un rostro, permanecen intactos sin habitar el paso de los años. Tal vez por esto en los primeros momentos de aquel inesperado encuentro no la reconocí. Sólo al escuchar su nombre fui capaz de traspasar aquel rostro que trajo al recuerdo vivencias de una época lejana.
Estrella llegó una tarde de invierno cuando los alumnos de bachillerato esperábamos a un adusto profesor de ojos cansados. En aquel tiempo era yo un muchacho de quince años que había abandonado un amado aunque oscuro pueblo para estudiar por vez primera en un instituto de ciudad. Fue un año difícil para mí, pues a mi falta de experiencia se unía una gran timidez que me impedía hacer amigos con facilidad, y tanto en el instituto como en el Colegio Mayor donde residía, experimentaba una infinita soledad que sólo aliviaba el fútbol y algunas lecturas.
Mi recuerdo siempre retrata a Estrella como aquella primera tarde. Me pareció la mujer más hermosa y delicada que había contemplado nunca. Llevaba una blusa blanca y una falda de plisados que se abrían en abanico y ondeaban al compás de sus gráciles pasos. Y yo, con ojos hechizados, seguía a aquella bailarina de cuerpo delgado y sonrisa luminosa que paseaba por la clase y posaba la mirada en los rostros de unos adolescentes que alentaban secretos bajo los pliegues de las prendas femeninas. Los miraba a los ojos y preguntaba: “¿Te gusta la Literatura?”
Cuando me tocó el turno, sentí un nudo que oprimía mi garganta y como mi exarcebada timidez me convertían en un estúpido paleto que tartamudeaba con dificultad su nombre. Me encogí en el asiento sintiéndome un bicho feo, un triste topo o un insignificante insecto, y ante aquella pregunta permanecí mudo. No me atreví a confesar lo que realmente pensaba de la "Literatura": una lista de autores, fechas y obras que en los exámenes había que recitar de memoria.
No sabía aquel muchacho solitario y asustado que en aquellas largas tardes escolares de "monotonía de lluvia tras los cristales" se le iba a revelar el misterio que ocultaba aquella palabra. Tal vez el mismo que latía en la infancia, en el calor de los espacios donde nacían los cuentos. Porque Estrella solía contarnos historias de hombres y mujeres que ponían palabras a nuestra propia voz, aquella que anhelaba la libertad o el amor, o que ahondaba en el desengaño y la soledad. Y siempre había un relato, una pequeña historia o un poema sabiamente escogidos que llenaban el silencio del aula ante aquella secreta autoridad que ella transmitía. De la emoción de aquellos versos nació en mí el deseo de la escritura.
Mis primeros versos, siempre tristes, convirtieron a Estrella en una dama distante y venerada, una imagen sagrada e intangible que me llevaba a la ensoñación. Me deleitaba en el sufrimiento de un amor poetizado que la convertía en una amada nunca amante. Por eso fue que me vengué de Lisardo, aquel bestia que un día en el gimnasio, mientras se desvestía, hirió mis oídos con palabras que manchaban el amor de mi dama blanca. Esperé la ocasión y en un partido del recreo le lancé con toda la rabia del mundo una patada que lo hizo renquear por unos días.
Creo que Estrella intuyó mi gusto por la lectura y en especial por la poesía. Lo que ella nunca supo fue de mi pasión por hacer rimas, ni de mi sueño por convertirme en el poeta del hermoso Soneto V, el creador de aquellos versos que, en el festival de fin de curso, recité con fervor mientras ella me miraba sin sospechar que revelaban mi secreto mejor guardado:
" Y cuanto yo escribir de vos deseo
vos sola lo escribistes"...

24 de mayo de 2009

Sir Bob Y El Mago Piticó



Déjame que te cuente un cuento…

Hace frío esta tarde, aunque ya es primavera.
Me reclino en el sillón, me entrego a la lectura,
Los amores amarillos de un Maldito y Feo:
Tristan Corbière.
Poeta solitario, romántico y apasionado
que desesperado ama a una frívola dama que tiene caballero.
Y él, pobre Corbière, sabe que de ella es el perro.

En el Soneto a Sir Bob*, me busca el sueño.
Me busca,
como me buscan unos brazos largos,
muy largos...
Me acomodo a ellos, me doy al abrazo, me rindo al sueño.
Escucho una voz, una nana, Drume negrita,
no eres negrita pero eres chiquita.
Después, suena un tambor,
Los Titiriteros de Binéfar* :
¿Quieres que te cuente el cuento de El mago Piticó?*
Así empieza el sueño, así empieza el cuento.
Nada más recuerdo. Sólo el sueño y el cuento.
Y unos brazos largos,
muy largos...

¿Fue un sueño de cuento o un cuento del sueño?

No lo sé. No recuerdo.
Déjame que te cuente un cuento…

* Soneto a Sir Bob: poema de Tristan Corbière (Bretaña 1845-Morlaix, 1875) incluído en el libro Los amores amarillos , Edit. Pre-Textos, 2005; cuidada edición bilingüe editada y traducida por Carlos Pujol.

*Los Titiriteros de Binéfar: compañia de teatro de títeres y música tradicional creada en 1975. Pinchen aquí si quieren ver su página.


* El mago Piticó: tema incluido en el CD La Negra, nombre artístico de Amparo Velasco, artista de flamenco cordobesa.
Les dejo con el poema de Tristan Corbiére, versión original y traducción; y un vídeo con la voz y la magia de La Negra.

Sonnet à Sir Bob

Chien de femme légère,
braque anglais pur sang.

Beau chien, quand je te vois caresser ta maîtresse,
Je grogne malgré moi — pourquoi ? — Tu n’en sais rien...
— Ah ! c’est que moi — vois-tu — jamais je ne caresse,
Je n’ai pas de maîtresse, et... ne suis pas beau chien.

— Bob ! Bob ! — Oh ! le fier nom à hurler d’allégresse !...
Si je m’appelais Bob.... Elle dit Bob si bien !...
Mais moi je ne suis pas pur sang. — Par maladresse,
On m’a fait braque aussi... mâtiné de chrétien.

— Ô Bob ! nous changerons, à la métempsycose :
Prends mon sonnet, moi ta sonnette à faveur rose ;
Toi ma peau, moi ton poil — avec puces ou non...

Et je serai sir Bob — Son seul amour fidèle !
Je mordrai les roquets, elle me mordrait, Elle !...
Et j’aurai le collier portant Son petit nom.

British channel, 15 de mayo.


Soneto a Sir Bob

Perro de mujer casquivana,
Braco inglés pura sangre.

Bello can, cuando veo que acaricias a tu ama
También gruño…¿por qué? ¿Cómo vas a saberlo!
Verás, yo no acaricio, y además no dispongo
ni de amante ni de ama… Ni siquiera soy perro.

¡Bob! Si así me llamase ladraría de júbilo…
¡Si Bob fuese mi nombre! ¡Es tan dulce en sus labios!
Pero no soy de raza…Braco y loco me hicieron,
Aunque temo que cruce anormal con cristiano.

Cuando nos reencarnemos tú te quedas mis versos
Y yo tu cascabel con su cinta rosada:
tú mi piel, yo tu pelo… Y hasta acepto las pulgas…

Seré entonces Sir Bob… Fiel amor de su vida.
Morderé a los perrillos, dejaré que me muerda,
Llevaré ese collar con su nombre de pila.

British channel, 15 de mayo




15 de mayo de 2009

Je T' Aime



La tía nos acompañaba hasta el puente y apoyada en el pretil esperaba a que la prima Luci y yo cruzáramos la carretera y llegásemos hasta la orilla del río.
No recuerdo cuando la tía nos obligó a poner los bañadores ni tampoco cuando nos obligó a dormir en cuartos separados. No advertía que la prima Luci, con sólo tres años más, crecía más rápido en todo de lo que yo lo hacía…
-¡Que culo tiene! –dijo Lucho.
Luci se movía de espaldas a nosotros al compás del Sugar, Sugar.
-¿Quién? -pregunté yo.
-Quién va a ser, ¡la Luci! -contestó Lucho mirándome de reojo.
-¡Eh, tío, qué es mi prima!
-¡Y a mí qué! Anda, no seas gilipollas y vete a preguntarle al Richi que es con quién se da el lote.
Fue una tarde de río cuando la prima comenzaba a abandonar esa primera estación en la que yo todavía permanecía… Miré a Luci mientras ella seguía moviendo las caderas al ritmo de Sugar, Sugar -“Tus ojos son dulce miel y tu risa un cascabel”-, y sentí una mezcla de vergüenza, celos y rabia:
-¡Vete a la mierda Lucho, que coño sabrás tú!

Ricardo Rodríguez, El Richi, había cumplido los dieciocho y trabajaba en la chapistería del padre. Algunas veces nos dejaba entrar en un garito -donde preparaba las facturas- que él había empapelado con calendarios de tías rubias en pelotas: “Qué, chavalines, ¿os gustan, eh?”–decía todo ufano mientras nos guiñaba un ojo-, “Estas tienen bien y de todo, pero no os emocionéis”. Y para jodernos, añadía: “Vosotros todavía no sabéis ni lo que es trempar”. Un día, para demostrarnos lo que aquello significaba, atrapó una mosca y le arrancó las alas. Se la puso en la punta de la verga –decía que “daba mucho gusto”-, y mientras la mosca giraba sobre sí misma, él empezó a meneársela hasta que el pobre bicho quedó atrapado en el espeso esperma de su corrida.
Desde la perspectiva del tiempo, veo a Ricardo como un tipo hortera y macarra: gafas oscuras de cristales espejados, pantalones de campana y camisa floreada a lo Adriano Celentano, botas con plataforma y cazadora negra de cuero con una leyenda en la parte trasera que decía: “Los ángeles del infierno”. Pero en aquel momento era el rey del mambo porque manejaba dinero y además tenía moto, un raro privilegio que despertaba la envidia de la chavalería del barrio y lo hacía más seductor a los ojos de las niñatas.
Muchos días del verano nos robaba a Luci mientras Milucho y yo aún le pegábamos patadas a un balón. Por las tardes se escapaban al otro lado del río, junto a la presa, y por las noches se escondían en la parte de atrás de la gasolinera que quedaba a las afueras. En uno de aquellos furtivos encuentros, Lucho y yo los sorprendimos. Luci y Ricardo se morreaban y entre beso y abrazo compartían un cigarro.

-¿Qué haces tú aquí? ¡Imbécil, mocoso! –gritó la prima con furia-. ¡Lárgate! ¡Y como te chives a mamá, te acuerdas!
Fue gracias a un cómplice silencio que Milucho y yo conseguimos los primeros cigarrillos. Los íbamos a fumar a un rincón donde moría el cementerio, al lado de un muro que separaba el camposanto de la "Casa de los gatos". Desde que la vieja Fátima había muerto, la casa estaba abandonada, pero su media docena de gatos seguían allí.

A principios de un verano, se instaló en aquella casa una pareja. Ella, una preciosa rubita de ojos claros, tan frágil que parecía quebrarse bajo sus ligeros vestidos de colores desvaídos; y él, un joven desgarbado y largo, tan flaco como ella, que se balanceaba al caminar. El pelo, que le llegaba a los hombros, impedía ver con claridad su rostro, salvo la nariz, fina y afilada. Casi nunca salían de la casa y poco o nada se relacionaban con los vecinos. "Dos suspiros", decía la gente mirándolos con curiosidad las pocas veces que se dejaban ver; y Ricardo, apuntando con el dedo a la rubita, comentaba por lo bajo: “Estas hippies son todas unas pendangas, chingan con todo dios”.
Tras el muro del cementerio, mientras Milucho y yo participábamos de los cigarros, los oíamos reír y hablar cuando estaban en el patio de la casa, algo frecuente en aquellas tardes de verano. Así fue como supimos sus nombres, Berto y Eliana; o Eli, como él solía llamarla.
Nuestra curiosidad por ellos era cada vez mayor y las visitas al cementerio, hubiese o no cigarrillos, se hicieron más frecuentes. Para expiarlos intentamos subir al muro, aunque nuestros esfuerzos eran vanos porque estaba recubierto con cemento y cal y era imposible trepar por él. Por eso decidimos vigilar la caseta de Saturno, el enterrador, y birlarle una escalera.
Milucho y yo nos turnábamos en el uso de la escalera. En el patio, los veíamos fumar hierba y escuchar música mientras hacían pulseras de cuero y figuras de alambre que luego vendían en los telderetes de las fiestas.
Una de aquellas tardes, llegó a nuestros oídos una música acompañada de una sensual voz femenina que susurraba entre suspiros y gemidos unas palabras que mi amigo y yo no conseguíamos entender. Incitados por la curiosidad y aprovechando la ausencia de Saturno, cogimos la escalera. Yo subí primero.
-¿Qué hacen hoy? –preguntaba Lucho-. ¿Qué hacen?
En lo alto de la escalera, yo contenía la respiración. Mis ojos seguían las manos de Berto que enjabonaban el blanco y frágil cuerpo de Eliana. Se deslizaban por sus hombros, acariciaban sus pequeños pechos de botones rosados, bajaban hasta su vientre, se detenían en las suaves redondeces de aquellas caderas de melocotón… Y Eli se reía, se dejaba hacer, mientras se mecía voluptuosa al compás de la música y mirando a los ojos de Berto repetía las sensuales palabras de aquella canción.
Cuando la música dejó de sonar, Berto vertió agua despaciosamente por el cuerpo de Eliana y apartándole el pelo comenzó a besarla en la nuca y en el cuello al tiempo que sus manos se deslizaban por la espalda de ella buscando el final…
Y Milucho insistía meneando con rabia la escalera:

-Eh, ¿qué hacen?, ¡dime qué hacen!...
¡Venga, baja ya, cabrón! ¡Me toca a mí!
Pero a mí, poco me importaban las sacudidas y la impaciencia de las palabras de mi amigo. El dócil abandono con el que Eli se entregaba al deseo de las manos que recorrían su cálida desnudez sometía mis sentidos, despertaba en mí oscuras y extrañas emociones que se traducían en una excesiva salivación en mi boca y en la no deliberada turgencia de mi sexo. E hipnotizado, contemplaba aquellos muslos de la blancura de la leche, dos medios quesos recién hechos, y en el embudo de las piernas, el vello rubio y rizado que cubría el sexo de Eli.
Berto se arrodilló y su boca se posó en él…

Aquella turbadora escena fue la última imagen que quedó estampada en mi retina. Las rabiosas sacudidas que Lucho propinaba a la escalera me hicieron perder el equilibrio. La escalera se tambaleó bajo mis pies, resbaló pared abajo y mi cuerpo quedó en suspenso, sujeto tan sólo por las manos que se aferraban al muro y del que pronto se desprendieron.
Durante toda mi impúdica y reprimida adolescencia, el pubis dorado y las blancas nalgas de Eli se me revelaron como el irreprimible objeto del deseo. Ella llegaba de la niebla de mis sueños cruzando un prohibido paraíso de mil y una oscuras noches para ofrecerme la obscena delicadeza de su carne desnuda. Y yo acariciaba con torpe vehemencia mi sexo mientras ella me susurraba al oído las mismas palabras de la mítica canción que Jane Birkin cantaba aquella tarde: Je t’aime… moi non plus *

*Je t’aime: polémica canción grabada en 1969 por la actriz británica Jane Birkin y el compositor francés Serge Gainsbourg. Por su explícito contenido sexual, fue inmediatamente prohibida por El Vaticano y se censuró su difusión radiofónica en España, Italia y Reino Unido A pesar de esto no se prohibió la venta de discos y pronto se convirtió en éxito internacional. Constituyó todo un símbolo de la Revolución sexual de los años sesenta.








9 de mayo de 2009

La Mala Lengua





En El País, Babelia 2-5-09, se ofrece un reportaje sobre el ganador del Premio Goncourt, el escritor afgano Atiq Rahimi ( Kabul, 1962). La novela ganadora, La piedra de la paciencia, es calificada por Borja Hermoso (el autor del reportaje) como “Un salvaje poema en prosa sobre la relación de una mujer con su esposo moribundo, un soldado de Dios”. Les dejo el enlace de Un grito contra la violencia ( título indicativo de su contenido), porque además de la información y de las declaraciones del escritor podrán disfrutar de un extracto que se ofrece de la obra premiada. Personalmente me impactó el estilo directo y esencial de la narración y el ritmo rápido y cortado, como de latigazo sintáctico, que parece transmitir el dolor y la impotencia de la mujer protagonista.

Pero no es mi intención invitarles tan sólo a la lectura del reportaje y del extracto de la novela, sino también comentarles sobre una pequeña historia que Rahimi cuenta y que llamó mi atención. El escritor afgano, afincado en París desde 1985, viaja con frecuencia a su país, y es en una de sus visitas que recoge esta anécdota que les transcribo:

“Mire, una vez cogí un taxi en Kabul y me pasó algo increíble. El joven taxista llevaba en el coche un cartelito que decía: 'El amor no es pecado'. Entonces quise hablar de eso con él y el diálogo fue así, más o menos:
-¿Te has enamorado alguna vez?
-Sí, una vez, locamente.
-¿Te casaste con ella?
-No.
-Pero ¿por qué?
-Porque si ella se enamoró de mí, eso quería decir que se podía enamorar de cualquiera...”

Me detengo por unos instantes a pensar en todo lo que se oculta bajo la punta del iceberg, esa respuesta y conclusión a la que llega el joven afgano. En un primer momento me genera tristeza, una tristeza que va dando paso a un sentimiento de rabia e impotencia. Sobre la cabeza y el cuerpo de ese hombre veo un pesado burka, un tupido velo que cubre sus ojos, que no sólo limita parte de la visión como un chador, sino que lo mantiene en una deliberada oscuridad cercenando de raíz la posibilidad de que entre la luz. Hablo de un burka invisible que a modo de fascista dictador se adueña de un territorio fácilmente manipulable y sobre el que ejerce la tiranía e impone la autocensura de forma sibilina. Es esa dosis justa y sutil de veneno que se inocula poco a poco, que se va mamando de forma involuntaria y penetra en los entresijos del inconsciente colectivo de un pueblo. Una cicuta que puede torturar y matar lentamente o que paraliza e incapacita por largo tiempo y por eso tarda tanto en vomitarse y neutralizarse.

El burka de las mujeres afganas, como lo fue el velo de las españolas o la ocultación del cuerpo y la censura de él, no deja de ser la metáfora visible del que llevan oculto muchos varones. La violencia que se ejerce sobre ellos es silenciosa, no deja huellas físicas pero es tan cruel como la que se ejerce sobre ellas, y si cabe más peligrosa. Porque la violencia física, tan dramática y brutal, es consecuencia y manifestación del miedo y las frustraciones interiores de personas violentadas en numerosas ocasiones por voces que se atribuyen la Verdad. Es casi siempre el producto de un veneno que yo llamo La mala lengua y contra él, contra la cicuta de la mala lengua, hay que buscar antídotos eficaces que la neutralicen lo más rápido posible.

Como afirma Atiq Rahimi, “Si existe una forma de cambiar el mundo, ésta es la cultura”. Pero también, como inteligentemente el mismo escritor apunta, a través de la información y la educación se puede manipular (para ejemplo, esa anécdota tan aparentemente trivial y cotidiana que cuenta Rahimi). Y no puedo evitar enlazar esto con las declaraciones del Papa hechas en África sobre el uso del preservativo en la prevención del contagio del sida – según él , el condón no sólo no aporta nada sino que empeora la situación-. Porque bien está que Benedicto XVI, en nombre de la libertad de expresión, quiera ponerle puertas al campo y predique la abstinencia sexual como medida preventiva en el contagio de esta enfermedad. Me parece una opción desde la libertad de los creyentes y para quienes la consideran medida conveniente y acertada. Lo que resulta preocupante e imprudente es que se ponga en duda una verdad científica y que algunos sectores de la política española, desde los más conservadores y católicos hasta los calificados como “progresistas”, se anden de puntillas a la hora de solicitar al Congreso de los Diputados que envíe un escrito al Vaticano descalificando la mala lengua de un falible Pontífice. Pues como dice la copla de Pepe de Lucía:
"Más mata una mala lengua
que la mano de un verdugo.
Un verdugo mata a uno
y una mala lengua a muchos".

Les dejo un vídeo de una película de la época franquista. Verán con que sutilezas se inyectaba la zanahoria de cicuta a hombres y mujeres (perverso en su aparente ingenuidad, de veras que sí)