El Piano
La noche estaba templada y el vino de la Taberna de Cesar era “falador”, aunque tanto a M. como a mí enganchar la charla nunca se nos hizo difícil. Imagínate, me decía él, te hablo del año 47 o 48, ya no recuerdo bien, tendría no más de cinco años. Vivíamos allí, como una piara, Antonio, Alicia, Carmen, Sebas y yo, que era el más chiquito. De mis hermanos, sólo Antonio trabajaba, y mi madre, que lavaba ropa para otros, cosía por las casas, vendía peixe por los barrios… Vamos, qué sé yo los mil y un enredos que hacía la mujer para apañárselas con aquella tropa. Y era la abuela, la madre de mi padre muerto, una analfabeta que firmaba con una cruz, quien cuidaba de nosotros, atendía la casa y criaba un par de cerdos y unas gallinas que picoteaban en un huertito. ¡Imagínate!, repetía M, mientras sonreía con ironía y me miraba con ojos regresados al pasado y aún sorprendidos al evocar la historia que contaba.
Fue de pronto que lo vimos en mitad de la calle, el carro tirado por una mula y el hombre en el pescante con mono azul y visera. El traqueteo y el eco de las pisadas del animal en el empedrado nos hizo mirar por la ventana del cuarto donde dormíamos los varones, aún con las legañas en los ojos, porque era sábado y no había escuela. Soooo! dijo el hombre aquel tirándole de las riendas a la mula, y se paró allí, justo delante del portal de nuestra casa. Dos golpes de llamador y mi madre acudió a abrir la puerta seguida de nosotros cuatro.
-Buenos días, dijo el hombre.
Y señalando al bulto del carro que venía envuelto en una tela negra, preguntó:
-Señora, ¿dónde le dejo el piano?
Mi madre ni debió mirar el bulto, vamos, supongo yo, ante aquella cosa tan inverosímil, ¡imagínate!, ¡un piano!
-Se ha equivocado usted, para aquí no es, respondió mi madre un poco seca. Porque ella era así, muy entera y de las que no tenían tiempo que perder. Y ya se daba la vuelta para entrar en casa cuando el carretero sacó del bolsillo un papel y en voz alta leyó nuestra dirección y el nombre de mi hermano Antonio.
- Además, el piano está pagado, añadió el hombre.
Así que entre el desconcierto de mi madre y la incredulidad de todos nosotros, se colocó el piano en el comedor, el espacio más amplio de la casa. Y no veas tú, dios mío, ¡El Piano!, el piano se convirtió en una religión. Mis hermanas asistían embelesadas a aquellas tardes en que venía el afinador, un tipo alto, flaco, con bigotillo fino y torneado en sus puntas, de porte elegante a pesar de sus trajes rozados y con brillos en las coderas. Preparaban achicoria con algo de café y se mostraban solícitas, enamoradas de aquel dandy de maneras suaves, casi femeninas, que seducía hasta a la abuela que contó por primera vez que su marido había sido en su juventud organillero. De ahí, de ahí debía venirle al Antonio, decía la abuela. Y mi hermano, mi hermano hasta se olvidaba de comer, imagínate, que te hablo de los años cuarenta, ¡hasta de comer! El poco tiempo que le dejaba su trabajo en la cantera, porque trabajaba en una cantera, se lo entregaba a la música, una pasión secreta que le venía de tiempo atrás. Sin nadie saberlo había tomado clases con un amigo del afinador al que compró aquel viejo piano en el que ahora desgranaba escalas y partituras para desesperación de mi madre.
No recuerdo las manos de Antonio. Sí recuerdo su espalda, la leve inclinación de su cabeza, su nuca despejada sobre el piano. Y la sombra, la sombra que de él se proyectaba en un ángulo de la pared del comedor y se iba alargando al discurrir de las horas de la tarde. Nosotros hacíamos los deberes, sacábamos agua del pozo, limpiábamos la cuadra o ayudábamos en cualquier otra tarea de la casa, y él tocaba, a Beethoven, a Schubert, a Chopin … y no nos importaba. Le eximíamos de los trabajos por el prodigio de la música, aquella lluvia feliz nacida de sus manos que nos descubría el pálpito de otra vida, algo que jamás habíamos llegado a atisbar… la emoción de la belleza, una caricia cósmica, total, que arrumbaba la tristeza de los ojos y nos redimía de la roña de aquel oscuro vivir. Creo que hasta mi madre llegó a comprender. La recuerdo conmovida a la hora de la comida o de la cena que, con paciencia y ya resignada, lo llamaba, Antonio, Antonio, que tienes que comer… Así hasta el día en que un cartucho de dinamita le voló tres dedos de la mano izquierda.
En el patio trasero de la taberna de Cesar, M. me sirvió y se sirvió otro vino.
-Sí es falador este vino, sí lo es, confirmó M. una vez más.
Después levantó su copa. Por Antonio, por la música, por nosotros. Yo brindé con él y nuestras copas se tocaron. Bajo la luz de la luna llena que se filtraba entre las hojas del emparrado, callamos. Sólo el silencio de la noche y el nuestro.
28 de mayo de 2010
El Piano
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
12 comentarios:
leerlo ha sido como vivir en una película, en un cuento, hermoso y agrio a la vez. Muchas gracias!
Aun sin excesiva devoción al vino falador, me siento interpelado por la narración de M.
No en vano uno pertenece a la generación de habitantes de los principios de los cuarenta del siglo pasado.
Pena de no haber tenido en mi superpoblado entorno doméstico un piano.
Estupendo relato.
Besos.
La secuencia que relatas lo haces con gran realismo, cinematográfico como dice Clidice.
Me ha recordado, no sé por qué, la historia de Chopin, qu esperaba un piano en la isla de Mallorca.
Un abrazo
Boas!
Se se me permite, veño facer publicidade:
Aquí e Agora 10 saiu esta semana cun máis que notable éxito de crítica e público. Hai un exemplar agardando por ti nese sinistro lugar que chaman seminario de galego, pero se non podes agardar máis (cousa perfectamente comprensible) pásate por aquí http://revistaaquieagora.blogspot.com/. A min paréceme que mola bastante (aínda que claro, quen se fía dunha nai falando dun fillo?) e que é unha mágoa que ti non foses partícipe nesta ocasión.
E, deixando os “negocios” a un lado, gustoume moito o relato. Curiosamente cando o lin tiña posta a banda sonora da película El Pianista, que acabou de redondealo.
Unha aperta e ánimos para o teu aparato fonador!
Estoy con Clidice...
Un gran relato, Shandy, no le sobra ni le falta una palabra. La frase final es prueba de una gran mestría: lo acoge todo y, al mismo tiempo que pone el fin, vuelve la historia interminable. O eso me parece.
E o viño falador ese (en Cerreda dirían "ise")..., era branco ou tinto? Unha boa aperta, amiga.
Me ha embobecido tu relato, es magnífico. Recuerdo otros ahora, como el de la silla y el bosque de navidad...¡ah, otro precioso, el de la niña y la hucha!
Es un placer leerte, ¿cómo no volver siempre?
“y él tocaba, a Beethoven, a Schubert, a Chopin … y no nos importaba. Le eximíamos de los trabajos por el prodigio de la música, aquella lluvia feliz nacida de sus manos que nos descubría el pálpito de otra vida, algo que jamás habíamos llegado a atisbar… la emoción de la belleza”
En cambio ahora, la música está por todas partes llenado el “horror vacui” del silencio que no podemos soportar, en las tiendas y en los ascensores, en plena montaña y en la playa ahogando el sonido de las olas. Hay tanta música que nadie la escucha ni ve en ella esa “otra vida”.
Saludos también “faladores”
Podrá haber vinos 'faladores' que con sólo tu mencionarlo te diría que cuál marca o variedad es para componer tal relato.
Un relato sale cuando ha fermentado (o debiera salir), de lo contrario escaso relato es.
Como en muchos otros relatos tuyos se aprecia tu fondo completo y abierto del que con o sin vino extraes lo justo.
La pregunta es si con vino se extrae mejor.
Estupendo relato mi querida Shandy, esas historias "mínimas" son las mejores, personalmente las disfruto muchísimo ya que me acercan a tu cultura, a esa Galicia y Esapaña profunda que tanto me llega.
Soy de pocos vinos, pero si ese vinito "falador" es cómo el que me hiciste probar, no me extraña que se desgranen las historias o por lo menos a mi que soy tan "blandita".
Un abrazo muy fuerte
Estupenda historia, Shandy, pero sobre todo muy bien contada. Todos los vinos son algo faladores en un punto, pero ninguno con el arte y la poesía que tú lo haces querida amiga.
Por aquí, ya sabes, somos muy de tascas, vinos y palabras así que no me ha costado ningún trabajo emocionarme mientras escuchaba a M. desde un poco más allá disimulando mi atención con una taza de ribeiro. Tendré que volver más a menudo por esta taberna.
Un beso muy grande.
Un relato de primera. Lo leo escuchando los nocturnos de Chopin.
Escribes muy bien, amiga. Un abrazo.
Publicar un comentario