Imagen de Ventana indiscreta
Aquel dormitorio se abría con su llegada, siempre por navidad. Era “El cuarto de Leo”, que permanecía cerrado el resto del año. Durante los días de su estancia en la casa, a mí se me permitía compartir el cuarto con ella. Yo dormía en la cama contigua.
Leo se levantaba muy temprano y sigilosamente abría las contraventanas. La luz fría y gris de diciembre se posaba en mis ojos y yo, con la voz aún empapada en sueño, la llamaba: tía… Sshshss, sigue durmiendo- respondía ella-, hoy no. Pero uno de aquellos días, me despertaban unas suaves palmadas en el hombro: “Vamos, vamos, arriba”. Entonces yo saltaba de la cama con rapidez e iba llamar a mis hermanos.
Arropada en chaqueta de tarazona y con botas de cazador, la tía iba delante con paso diligente. Mis hermanos y yo, tapados hasta las orejas y enfundados en abrigos de basta lana gris, la seguíamos rezagados hiriendo el frío con el aliento de leche caliente y pan frito. Las calles, en aquellas primeras horas, eran un desierto de luz blanca y nuestros pasos estrenaban la mañana arrebujada bajo el manto de la niebla. Sólo el blando pisar de un gato que saltaba de un tejadillo, el mugido perezoso de una vaca o el ladrido de un perro, quebraban el silencio que mecía el despertar del pueblo.
Atropellándonos con nuestras voces y nuestros pasos infantiles, iniciábamos la bajada por un estrecho y empinado camino. “Prudencia”, recomendaba la voz de la tía. Pero nosotros sólo nos deteníamos al llegar a una boca ancha de la que parecían brotar grandes bocados de niebla, el umbral del bosque. Recogido y quieto, el bosque se ofrecía como el reino del invierno. En él habitaba la tristeza y una íntima y secreta melancolía lo envolvía todo.
Caminábamos callados, sobrecogidos por el silencio. Bajo la niebla, trazos de carboncillo y pinceladas de ocres, verdes y pardos se iban perfilando. Y poco a poco se hacían perceptibles las voces del bosque. Un aleteo, un canto tímido, el crujido de una rama o el fluir del agua que anunciaba la proximidad del río. Era allí, junto a la orilla, cuando Leo sacaba del bolsillo de su chaqueta la navaja, y mientras ella hundía el filo en el jugoso terciopelo de los musgos, nosotros nos afanábamos en recoger piedras, hojas y cortezas que darían forma a montañas y tierras de un lejano pueblo.
Aquel dormitorio se abría con su llegada, siempre por navidad. Era “El cuarto de Leo”, que permanecía cerrado el resto del año. Durante los días de su estancia en la casa, a mí se me permitía compartir el cuarto con ella. Yo dormía en la cama contigua.
Leo se levantaba muy temprano y sigilosamente abría las contraventanas. La luz fría y gris de diciembre se posaba en mis ojos y yo, con la voz aún empapada en sueño, la llamaba: tía… Sshshss, sigue durmiendo- respondía ella-, hoy no. Pero uno de aquellos días, me despertaban unas suaves palmadas en el hombro: “Vamos, vamos, arriba”. Entonces yo saltaba de la cama con rapidez e iba llamar a mis hermanos.
Arropada en chaqueta de tarazona y con botas de cazador, la tía iba delante con paso diligente. Mis hermanos y yo, tapados hasta las orejas y enfundados en abrigos de basta lana gris, la seguíamos rezagados hiriendo el frío con el aliento de leche caliente y pan frito. Las calles, en aquellas primeras horas, eran un desierto de luz blanca y nuestros pasos estrenaban la mañana arrebujada bajo el manto de la niebla. Sólo el blando pisar de un gato que saltaba de un tejadillo, el mugido perezoso de una vaca o el ladrido de un perro, quebraban el silencio que mecía el despertar del pueblo.
Atropellándonos con nuestras voces y nuestros pasos infantiles, iniciábamos la bajada por un estrecho y empinado camino. “Prudencia”, recomendaba la voz de la tía. Pero nosotros sólo nos deteníamos al llegar a una boca ancha de la que parecían brotar grandes bocados de niebla, el umbral del bosque. Recogido y quieto, el bosque se ofrecía como el reino del invierno. En él habitaba la tristeza y una íntima y secreta melancolía lo envolvía todo.
Caminábamos callados, sobrecogidos por el silencio. Bajo la niebla, trazos de carboncillo y pinceladas de ocres, verdes y pardos se iban perfilando. Y poco a poco se hacían perceptibles las voces del bosque. Un aleteo, un canto tímido, el crujido de una rama o el fluir del agua que anunciaba la proximidad del río. Era allí, junto a la orilla, cuando Leo sacaba del bolsillo de su chaqueta la navaja, y mientras ella hundía el filo en el jugoso terciopelo de los musgos, nosotros nos afanábamos en recoger piedras, hojas y cortezas que darían forma a montañas y tierras de un lejano pueblo.
En el camino de vuelta, Leo recordaba el bosque de su infancia. Con la llegada de la noche se poblaba de sonidos extraños y criaturas no terrenales que vagaban en la oscuridad. Eran las ánimas en pena o los aparecidos de la Santa Compaña que con luces temblorosas iluminaban el camino del más allá. En Nochebuena, contaba Leo, cruzábamos el bosque para ir a la Misa de Gallo, a la iglesia que estaba en la otra aldea. Cuando oíamos el tañido triste de las campanas y el aullido de los lobos hambrientos que bajaban de la montaña, cantábamos para espantar los miedos que nos entraban. Así, en cada recodo del camino, Leo traía a la memoria un bosque antiguo preñado de lunas y nieblas, de miedos y de misterio. Y mis hermanos y yo, en aquella armonía donde el mundo hostil parecía no existir, íbamos soñando y dibujando nuestra navidad.
Un año, perdido en el recuerdo, Leo no volvió. En mis sueños la veo adentrarse en el bosque y la llamo. Y ella prosigue su caminar mientras de sus pasos nacen jirones de niebla que la envuelven, hasta que una boca grande y blanca se la traga. Pero diciembre vuelve cada invierno y yo, en el cuarto de Leo, aguardo las mañanas de niebla para recuperar un bosque antiguo y el sueño de la navidad.
Un año, perdido en el recuerdo, Leo no volvió. En mis sueños la veo adentrarse en el bosque y la llamo. Y ella prosigue su caminar mientras de sus pasos nacen jirones de niebla que la envuelven, hasta que una boca grande y blanca se la traga. Pero diciembre vuelve cada invierno y yo, en el cuarto de Leo, aguardo las mañanas de niebla para recuperar un bosque antiguo y el sueño de la navidad.
10 comentarios:
Shandy, te leo de madrugada, si me asomara al balcón vería como las luces de navidad adornan la ciudad. Tú has adornado de hermosa melancolía este amanecer en que me veo en tus palabras como en un espejo doble, como niña y como Leo.
Me has emocionado más de lo que imaginas, es preciosa tu narración, la llevas al punto justo donde los recuerdos se recogen, profundos y eternos, sabiendo que están ahí, para transportarnos, delicadamente, a un mundo que ya no encontraremos más.
Un abrazo
Hoy especial, tesoro.
me sumergí en un paisaje que no sé y no conozco gracias a tu cuento. Eres una maga (meiga?) de las letras, muchas gracias :)
Virgi, la navidad es una fantasía que disfrutan sobre todo los niños. Aunque esta historia tiene mucho de ficción, también tiene mucho de recuerdo infantil. Las frías mañanas de niebla y los paseos por el bosque, que los tengo cercanos, me siguen transportando a aquella navidades blancas e ingenuas de la infancia.
Gracias por tus, siempre generosos, comentarios.
Un abrazo y un feliz reencuentro con la fantasía de la navidad.
Clidice, imagínate los bosques invernales y envueltos en niebla por los que paseaba Lady Chatterley. Imagínatelos nocturnos y con luna llena. Los bosques del interior de Galicia son muy parecidos.
Meiga, sí, esa es la palabra para Maga. Las Meigas son algo más que brujas. Sabias curanderas, conocedoras del poder de las hierbas. Por eso también temidas.
Bicos
¡Lo que da de sí una chaqueta de tarazona!
I
Cando eu era rapaz chegou Ramón Carballo; viña con chaqueta de tarazona forrada de baeta vermella e unha gorra con visera de carei como veñen os que van a navegar. Tamén traía o peito tatuado, que ben lle mirei eu un paxaro cunha carta no peteiro e o seu nome debaixo.
Lémbrome que Ramón Carballo foi a Bos Aires e volveu sen cartos. Logo foi á Habana e non trouxo dineiro. Despois foi a New York e volveu tan probe como fora. Ramón Carballo aínda foi a non se sabe ónde e non volveu máis.
II
Eiquí compría escribir unha novela; pero eu son home de ben é non debo conta-lo que non sei. Pero novela haina.
Tórtola, a la dos teares de Tarazona era das mellores, quizás non tan elegante coma un paño de tamburini ou un cheviot, pero de máis abrigo para un home do mar como Ramón Carballo ou unha muller recia como era a tía Leo.
"Ese home de ben" non conta "o que non sabe", pero sí sabe do final de Ramón Carballo na sala de "curiosités".Ay, miña rula, que terrible destino o deste mariñeiro. Como dixo Plauto, "O home é un lobo para o home". Pero os lobos non farían iso aos seus conxéneres.
Grazas por traer aquí esta "Cousa" do rianxeiro.
Un bico no peteiro.
El tener abundancia de esas zonas tan boscosas y animadas, de tan Santa Compaña, es lo que tiene: que no se puede dar un paseo sin ser sordo, de lo contrario no tendría sentido. ¿Qué iba a oír una sino? ¿Y cómo iba a aparecer el cuento sin ese riesgo que le concedemos al oído? Pasear a la infancia desde la madurez es vencerse al cuento. ¿Así lo ves tú, querida Shandy? Cuento el tuyo muy recogidito y entrañable. Se aprecia el sedor -este palabro es mío- de la niebla.
En mi tierra apenas hay musgo y lo más que oyes es la compaña de un córvido, que tan astutos son.
Besos de cuéntome un cuento. Vamos que me lo cuento a mí misma.
Ventana, es El Bosque animado de Wenceslao Fernández Flórez. Tú sabes que los bosques gallegos están llenos de "Encantos". Polas noites son as criaturas do alén ou os lobishomes ou os canouros... Polo día, xacias, mouras, fadas, enanos gardadores de tesouros... E a néboa é esa dona misteriosa e envolvente que canta jazz, baila blues, fuma en pipa larga e bebe licores de auga.
Iso sí, para percibir estoutra realidade, hay que despertar un sexto sentido.
"Sedor" mmmm, palabra que definiría también el tacto de los musgos.
Sí,Sofía, el bosque, el río y la niebla me hacen volver a pasar por el corazón.
Muchas gracias por esa foto que ilustra la entrada.
Y para ti, pues besos de cuento,con cuento y sin cuento.
Leyéndote, Shandy, caigo en la cuenta de que nunca he pasado una Navidad en Galicia, y sin embargo me resulta muy fácil echarme a andar por tu cuento y recorrer el camino hacia el fondo del pueblo y entrar en el bosque (sería para min os soutos cheos de castaños e salgueiros que medran por enriba do Sil) y, muy especialmente, recoger con cuidado ese musgo que habría de formar los prados del belén, las zonas punteadas de verde del corcho de las montañas, sobre el que también sembraríamos las motas de harina que nos harían ver la nieve y el brillo de la noche... Precioso texto, amiga, una miniatura llena de matices y sensibilidad. ¡Que teñas un feliz aninovo!
Alfredo, la Ribeira Sacra es un sitio magnífico para pasar unos días de esta época del año. Lo tiene todo: paisajes, bosques, los impresionantes cañones del Sil, bodegas y buen vino, gastronomía, el románico... Y unas preciosas casas rurales en caso de no tener vivienda propia. Anda, que me dan ganas de acercarme ahora mismo!
Bueno, la Ribeira Sacra permanecerá ahí y cualquier momento es buena para visitarla.
Gracias polo teu comentario e feliz aninovo tamén para ti.
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