3 de enero de 2009

Usurpadores


Cuenta la leyenda que A Condesiña , encerrada en la torre de su castillo, perdía la mirada en un recodo del camino esperando la llegada de un caballero que había partido a la guerra. Un día, con la esperanza en los ojos, murió de amor. Pasado el tiempo, un intelectual, “con mucha caspa en la chaqueta", abre el ataúd de la muchacha, encuentra una taza llena de huesecillos de cereza y hace correr la noticia por el pueblo: La Condesiña murió de “unha enchenta de cereixas” ( una panzada de cerezas). Castelao remata esta historia diciendo: “Hai homes que non saben calar” (Hay hombres que no saben callar)

En Usurpación, del asturiano Ricardo Menéndez Salmón, un desertor del bando republicano, inventa un épico relato para unos campesinos que necesitan mantener viva una utopía y asumir la muerte de sus hijos en la guerra. Ese narrador mentiroso, ese “Judas traidor”, que no vio ni tocó la muerte porque ha huido del frente, es desenmascarado por otro narrador que cuenta “la verdad”, una “áspera verdad” que no es bien recibida por los receptores. El relato mantiene la ambigüedad hasta el final, llevando al lector a preguntarse quién es el judas, quién es el usurpador?

Diré que a mí no me gustan los usurpadores, aquellos que arrebatan nuestros sueños o la necesidad de esperanza. En ocasiones, aún no ignorando, necesitamos que nos mientan un poco para alimentar la esperanza, como necesitamos de las leyendas y de los cuentos; de las verdades que se esconden en las mentiras de la ficción y de ese espacio quimérico donde, porque nada es cierto, todo es posible.

En estos días de noches mágicas -San Nicolás, O Apalpador , El Olentzero o Los Reyes Magos-, casi todos contribuimos a alimentar la fantasía. Deseamos despertar la misma emoción que una lejana noche de la infancia nos desveló ante la llegada de unos misteriosos viajeros que provocaban en nosotros el encantamiento de lo maravilloso e inaprensible. Tal vez el mismo hechizo que encierran personajes del imaginario popular como nomos, trasnos, ninfas, meigas, traucos; o relatos como Simbad el marino, La cueva de la Mora o El gato negro. De distintas maneras, gracias a la abstracción de la palabra, todos producen en nosotros un extrañamiento y desencadenan el deseo de recrearlos a nuestro antojo con la imaginación.
Quizás no estaría de más preservar para los más pequeños el verdadero regalo, ese que no tiene precio, y que corre el riesgo de diluirse si embotamos los sentidos con un exceso de realidad que en estas fechas nos vende El Corte Inglés o EL Chino Antonio.

2 comentarios:

NoSurrender dijo...

mmm… pero el desengaño posterior es inevitable, Shandy. Y el desengaño genera frustración, soledad y desconfianza. Acabamos educando a nuestros hijos en la desconfianza y en la garantía de la perversión de la inocencia como rito de transición.

Yo me sentí mucho mejor cuando le conté a mis hijos que los reyes éramos los padres que cuando les hacía creer en ellos. Mi ex, en cambio, al revés: disfrutaba con la ilusión sin complejos. Pero yo me sentí mejor, sí. Mucho mejor. Debe ser mi carácter existencialista indomable, que no recomiendo a nadie :P

Shandy dijo...

Lagarto, es otra forma de plantearlo que no debe descartarse. Pero, claro, al tratarse de una tradición muy arraigada es difícil sustraerse a ella y muchos padres se ven obligados -con desagrado por su parte-, a entrar en el juego.
Creo que depende de los niños y de como vayan haciendo el descubrimiento. Es verdad que no vale “café para todos”, hay niños muy perspicaces que descubren muy pronto (o alguien con poco tacto se lo descubre) que se trata de una invención, y es vivido por ellos como una “farsa”, una patraña, por parte de los adultos. Esto puede generar rabia, frustración, y desconfianza hacia los mayores, y crear un temprano escepticismo que resulta difícil afrontar para un niño que carece de recursos racionales.
Todos hemos vivido ese descubrimiento como un desencanto, y cierto que provoca desamparo, pero en mi caso bastante menos que otros muchos que conlleva abandonar la infancia. La cuestión está en ponerlo en una balanza: si la felicidad que ha generado es mayor que el desencanto. En mi caso fue así, y preguntando a mis hijos y a otras personas han coincidido.
Dicho esto, te resumo un cuento:
En un pueblecito costero, los reyes magos llegan en globo aerostático. Los niños los esperan en la orilla de la playa. El globo cae al mar, los Magos pierden sus coronas, sus barbas postizas, sus mantos de armiño y Baltasar se convierte en un negro desteñido. Cuando llegan a la orilla, los niños ven a tres náufragos, y pronto reconocen en Melchor al alcalde del pueblo, en Gaspar el portero del equipo y en Gaspar al concejal de cultura. Los niños se abalanzan sobre ellos y comienzan a golpearles hasta el linchamiento… (Uf, hace reflexionar)

De todas formas, no era mi intención reivindicar una tradición navideña. Sino, a través de tres ejemplos distintos, la necesidad de preservar la fantasía, potenciar la imaginación y reivindicar la literatura (como representación de una posible realidad, porque “esto no es una pipa”), en su más amplio sentido. Pero creo que no conseguí expresarlo bien. Y en este caso al concluir con la cuestión de los Magos es normal que se entienda así.
P. D. No veas que frustración por no poder negociar con sus SSMM (glup,me equivoqué de noche!)

Un abrazo