Libro, Maria Grazia Manzino
Ningún lector carnal querrá renunciar para siempre a esas voluptuosidades
Andrés Neuman
Hoy, miro la viñeta de El Roto en El País -UN LIBRO ES UN LIBRO. RECHACE IMITACIONES- y de inmediato visualizo un cielo azul cobalto, el de la imagen superior, con hojas de papel en blanco que se escapan por una ventana, una imposible imagen en su melancolía si pensamos en el libro electrónico, las páginas de un e-book no pueden volar, me digo, no son hojas, y mucho menos hojas volanderas nacidas de un árbol... Pienso entonces en nuestros queridos libros de milhojas volanderas, ¿podrán escaparse por las ventanas y pantallas digitales?
Aunque navego por Internet, leo en pantalla y no menosprecio la utilidad de un e-book, me confieso más lectora carnal que virtual, y es que el libro impreso, tinta y papel, despierta mis sentidos, su cuerpo, su estructura física, se me ofrece más atractiva, sensual y bella que un aséptico soporte digitalizado. Es la textura de su tejido, un cartoné o una tapa rústica, el tacto satinado, áspero o sedoso de las hojas, el peso o la liviandad de éstas, el aleteo suave al paso de sus páginas, el roce de mis dedos con la tibieza del papel, su apertura de libro en abanico o su arqueo de bandoneón, la flexibilidad y la docilidad de su cuerpo para adaptarse a mis manos y acogerse al hueco de mi regazo, o al de mis caderas o al de mi pecho cuando me quedo dormida. Es el olor a tinta y a viejo o a nuevo, la cinta de hilo del punto de lectura, el dobladillo de una esquina, el capricho de arrancar una de sus hojas, sus pliegues, sus grietas, sus arrugas o su piel tersa. Y no puedo sustraerme a las sutiles historias, a los secretos y recuerdos que permanecen guardados, cobijados, entre las hojas volanderas, una fecha, una dedicatoria, un billete de autobús , la entrada de un concierto, una foto, la hoja de un árbol, una brizna de hierba, una gota de café, una carta o unos versos olvidados… En definitiva, es la vida que late en la materia de la que está hecho el cuerpo de un libro de papel, y la huella del tiempo o la impresa por cada lector que lo ha leído y disfrutado. Yo no quisiera renunciar para siempre a los voluptuosos placeres que nos ofrecen las hojas volanderas y creo que la decisión la tenemos nosotros, los lectores. Quedan todos los días del libro para acercarnos a librerías y bibliotecas y demandar hojas que puedan volar, libros carnales que despierten nuestros sentidos.
Les remito a un artículo del 2006 publicado en El País por Andrés Neuman:
Sin embargo, en este debate sobre el futuro del libro me temo que omitimos, como casi siempre, a la parte más importante: los lectores. Porque sencillamente, si sigue habiendo lectores que deseen leer libros impresos, los editores no encontrarán motivo para dejar de publicarlos.
El libro impreso no es un instrumento limitado, y por tanto superable mediante métodos más avanzados, sino una realidad perfecta en sí misma. Una posibilidad única en su especie que admite todos los complementos imaginables, pero no sustituciones absolutas. Lectura carnal y lectura virtual no se oponen.
El libro impreso es la arena de la playa, la piel de cada sueño, el chocolate de los ojos. Sus páginas seducen al doblarse y sus márgenes encuadran el silencio de quien lee. Apretar un buen libro tiene algo de ensalmo, de amistad, de defensa contra el miedo. Leer es un acto virtual y a la vez carnal: el libro impreso vendría a ser el puente entre imaginación y materia, el cuerpo de ese amor. Por eso sé que ningún lector carnal querrá renunciar para siempre a esas voluptuosidades, sino como mucho alternarlas con otras clases de encuentro con la palabra. Aunque una buena pantalla, qué duda cabe, también tenga su encanto. Y su luz. Y su cosquilla.
El lector carnal, Andres Neuman
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