
Pascual me miraba con sus ojos chicos y enterrados detrás de sus gafas. A pesar de las numerosas arrugas – su piel era como la de un sapo disecado y puesto a curar al sol-, su rostro ofrecía un gesto afable y vivaz. Tenía las arrugas de la risa, dos surcos que enmarcaban la parte baja de su nariz y se extendían hasta las comisuras de sus labios; y en la frente, se le dibujaba un mapa de carreteras de tanto sorprenderse y preguntarse por casi todas las direcciones de la vida. Era tan viejo como el grueso roble a cuya sombra se sentaba cuando llegaba el buen tiempo. Allí iba con un libro, o simplemente a contemplar como los rayos de sol serpenteaban entre las aguas de la cascada que nacía en la pardusca y distante sierra y venía a morir al río encauzado entre los vastos robledales que bordeaban sus riberas.
A Pascual, en las tardes del verano, todos sabíamos donde encontrarle. A mí me gustaba charlar con él, porque aunque ya no ejercía su profesión de maestro, nunca dejó de serlo.
Aquella tarde, me dio una buena lección, tal y como él mismo, según dijo, había recibido.
Verán, transcribo lo que me contó:
“Fue en un pequeño pueblo en el que yo ejercí como maestro, muchos años antes de llegar a éste. Eran sobre las siete de la tarde cuando llamaron a mi casa. Miré por la ventana y allí estaban en primera plana los representantes de la asociación de vecinos del pueblo: Andrés, el panadero; Amalia, la tendera; Toribio, el granjero; Isidro, el tabernero y Fernando, El campanero. Detrás de ellos, algunos lugareños más.
Venían todos alborotados y formando mucho barullo.
-¡Baje, baje, don Pascual!, gritaban todos haciéndome gestos con las manos.
Y yo, bajé.
Hablaban todos a la vez, se quitaban la palabra los unos a los otros y armaban una batahola de padre y muy señor mío. ¡Por dios, por dios!, les decía yo, calmaos un poco. No habléis todos a la vez.
Por fin se pusieron de acuerdo y fue Toribio quien habló primero.
-Mire don Pascual, que don Rosendo nos ha citado en la iglesia porque dice que va a hacer a todo el pueblo un juicio “susmarino”…
-Eso, ¡un juicio “sumarismo”! - afirmó Andrés.
-Sí, intervino Amalia la tendera, y que nos vamos a condenar todos, aquí en este mundo y en el del más allá como no confesemos y digamos la verdad!
-Eso, eso ha dicho, que iríamos todos al infierno. ¡Como si yo no tuviera bastante con asarme en el horno de mi panadería!
-Sí, sí, don Pascual, dijo que teníamos que “presonarnos todos” hoy a las nueve en la iglesia y confesar…
-A ver, a ver, calma, calma, repetía yo ante aquella caterva tan soliviantada. Por favor, explicadme bien, pero uno sólo. Venga, Amalia, habla tú.
- Sí, sí, yo le explico, don Pascual, porque como usted es un ateo “reconcentrado” y no pisa por la iglesia, pues no se entera de nada.
El caso es que queremos que usted nos acompañe para que le explique bien el asunto a don Rosendo. Porque la culpa de todo la tienen las campanas del maldito cura, que encima tenemos que pagar nosotros.
-Sí, ¡encima que el muy hijo de la gran cabra divina me ha dejado sin trabajo!-intervino Fernando El campanero.
-Fernando, sin insultar. Y deja que Amalia se explique, coño - intervine yo.
-Pues verá, don Pascual -continuó Amalia-, a don Rosendo se le puso en las cuernas comprar unas campanas eléctricas. Sí, de esas que se programan y tocan a muerto igual que sea varón o hembra, porque ni el sexo del finado respetan. Además, y para tocarnos la moral, dan las horas a todas horas, con musiquitas celestiales en las medias y ave marías purísimas en las enteras. ¡Y nosotros no queremos esas campanas! Él se pasó la democracia por el forro de la sotana y no consultó al pueblo. El pueblo se “amontinó” y nos hemos cargado las campanas. Es decir, que las hemos birlado. Y ahora quiere que vayamos y confesemos quién lo hizo, so pena de arder todos en el infierno, quedarnos sin fiesta y sin celebrar el santo patrono ni pasearlo en andas alrededor de la iglesia.
-Pero vamos a ver, -dije yo- ¿cómo os habéis podido cargar las campanas de la iglesia? ¡Por judas que don Rosendo tiene razones para estar enfadado! Él no hizo bien al no consultaros, pero vosotros no podéis tomaros la justicia por vuestra mano. Además, tampoco es un tema de tanta enjundia… ¡Qué más da quién toque las campanas!
-¿Pero es que no se da cuenta, don Pascual? ¡Don Rosendo ha echado por los suelos la economía del pueblo!-decía uno
-Eso, eso, ¡que se ha cargado nuestra economía! - coreaban todos ante mi desconcierto.
-¿Pero qué barrabasada estáis diciendo? ¿Qué tienen que ver las campanas con la economía del pueblo?- pregunté yo.”
En este punto, Pascual interrumpió su historia. Se sacudió unas briznas de hierba del pantalón y se quitó las gafas. Perdió la mirada en la lejanía, tal vez en las grecas parduscas que festoneaban la luz naranja del atardecer, y dijo:
“Eso,“barrabasada”, fue lo que yo dije, antes de que me dieran una
buena lección de economía”.
Después, Pascual se ajustó las gafas. Volvió sus ojos chicos hacia mí y continuó su relato:
“Entonces, intervino Fernando El campanero:
-Pues que yo me he quedado sin trabajo. Y ya me dirá, don Pascual, a mis años y con mi ceguera que puedo hacer… ¡Toda la vida ejerciendo de campanero!
-Bueno, Fernando, pues sí que te ha fastidiado bien a ti – le dije yo-. Es lo que tienen las nuevas tecnologías, que pretenden mejorar la vida de los hombres y a veces la cagan, con perdón. Pero míralo por el lado bueno, hombre. Al fin, te jubilas.
-Pero, don Pascual, ¿usted ha echado bien las cuentas? Un puesto de trabajo menos en el pueblo descompensa la economía de todos los demás –afirmó Fernando- . Ahora, yo no puedo comprar la espuma de afeitar y la colonia en la tienda de la Amalia, ni pagarme las cervecitas en el Isidro, ni comprarle los bollos de maíz al Andrés, ni la miel y los huevos al Toribio, ni…
-Y si a mí no me compra la miel y los huevos, ¿para que sirven mis abejas y mis gallinas? ¡Otro puesto de trabajo menos!- se quejó Toribio
-Y si a mí no me compra la espuma de afeitar y la colonia, yo no puedo comprarle los melindres a Andrés los domingos- decía Amalia.
-Y si a mí no me compra los melindres, yo no puedo permitirme tomar los cafés con copa y puro en el Isidro- añadió Andrés
-Y si no hay copa y puro para el Andrés, pues también ayuno yo. ¡Tampoco puedo pagármelos!- apostilló Isidro
-Y eso, por lo que respecta a los que aquí estamos. Pero suma y sigue con los demás vecinos. - concluyó Amalia, que de suma y sigue llenaba libretas enteras en su tienda.
-¿Entiende ahora, don Pascual?- me preguntó Fernando el campanero.”
Y de nuevo, Pascual volvió a interrumpir su relato, y, sin mirarme, dijo como hablando para sus adentros:
“La verdad, me quedé patidifuso ante aquel razonamiento tan simple y tan bien argumentado por aquellos lugareños que echaban las cuentas por los dedos y nunca habían oído hablar del Barón Keynes ni de Adan Smith. Y ni puñetera falta que les hacía”.