
A Ventana Indiscreta, por el inesperado vuelo de sus libélulas:
LIbres
BEllas
LUminosas
LAS Libélulas
Desde niña ejercían sobre mí una irresistible atracción. Me sentaba en la orilla y durante largo rato, fascinada por su frágil belleza, las contemplaba. A la luz radiante de las mañanas de verano, se ofrecían como minúsculas y chispeantes estrellas que pellizcaban levemente la superficie de las aguas. A la luz templada del atardecer, cuando una ligera sombra se extendía sobre el río, se revelaban , en la levedad de sus gráciles cuerpos azul cobalto, como delicadas bailarinas que acariciaban con las puntas de sus zapatillas la transparencia de las aguas.
Aquella tarde, llamó mi atención la luz tornasolada de unas finas alas que sobresalían en el hueco de un árbol. Me acerqué, y el espectáculo que se me ofreció produjo en mí una mezcla de horror y fascinación. Sobre una tela de araña, de mayor tamaño que la palma de mi mano, vi un cuerpecillo torturado y carcomido en más de su mitad: el cadáver de una libélula prisionero en la retícula por sus alas que aún temblaban al aire tibio de la tarde. Mi primer impulso fue destruir de un manotazo aquella trampa, aquella estructura mortal construida con paciencia por una sabia y cruel tejedora . Sin embargo, no lo hice. Mi gesto quedo en suspenso por una fuerza interior que retuvo mi mano, un oscuro y misterioso temor a tocar el veneno de la muerte y una extraña aprehensión al contacto con el hilado pegajoso y adherente. Pero también -para que negarlo- hubo una malsana y morbosa curiosidad por descubrir como la caníbal hilandera, que no llegó a mostrarse, se daba el festín.
Cuando regresé a casa me sentí presa de una melancolía que – bien que lo sabía- estaba provocada por la ausencia de él, pero ese día aumentada por una desazón interior que no llegaba a concretar olvidada del episodio de los insectos. Sin embargo, aquella misma noche, mientras hablábamos por teléfono, le conté la desagradable anécdota de la libélula. Entonces él recordó La migala, el relato de Juan José Arreola que me había recomendado en más de una ocasión y que, por razones que no vienen al caso, yo aún no había leído.
No demoré más mi lectura y al día siguiente, por la mañana, lo leí. Mientras lo hacía, me estremecí y experimenté la misma mezcla de fascinación y horror que cuando contemplé el cuerpecillo torturado y mutilado de la libélula.
Desde entonces tengo pesadillas. Con frecuencia aparece en mi sueño una hiperbólica tela de araña que envuelve mi cuerpo y me convierte en una momia que vive: ve, oye, siente, respira… pero condenada al silencio y a la más absoluta y total inmovilidad. Cuando él está, me abrazo a su cuerpo , su contacto y su calor espantan todos mis temores. A veces me basta con escuchar su voz. Pero sus ausencias son largas y frecuentes y tengo miedo a las caníbales tejedoras y a esas retículas de seda mortal que se instalan en las esquinas de mi cuarto. Sé que están ahí. Y en las noches de insomnio percibo sus pasos, las oigo como suben y bajan por las escaleras de mi patio interior.
***
Aquella tarde, llamó mi atención la luz tornasolada de unas finas alas que sobresalían en el hueco de un árbol. Me acerqué, y el espectáculo que se me ofreció produjo en mí una mezcla de horror y fascinación. Sobre una tela de araña, de mayor tamaño que la palma de mi mano, vi un cuerpecillo torturado y carcomido en más de su mitad: el cadáver de una libélula prisionero en la retícula por sus alas que aún temblaban al aire tibio de la tarde. Mi primer impulso fue destruir de un manotazo aquella trampa, aquella estructura mortal construida con paciencia por una sabia y cruel tejedora . Sin embargo, no lo hice. Mi gesto quedo en suspenso por una fuerza interior que retuvo mi mano, un oscuro y misterioso temor a tocar el veneno de la muerte y una extraña aprehensión al contacto con el hilado pegajoso y adherente. Pero también -para que negarlo- hubo una malsana y morbosa curiosidad por descubrir como la caníbal hilandera, que no llegó a mostrarse, se daba el festín.
Cuando regresé a casa me sentí presa de una melancolía que – bien que lo sabía- estaba provocada por la ausencia de él, pero ese día aumentada por una desazón interior que no llegaba a concretar olvidada del episodio de los insectos. Sin embargo, aquella misma noche, mientras hablábamos por teléfono, le conté la desagradable anécdota de la libélula. Entonces él recordó La migala, el relato de Juan José Arreola que me había recomendado en más de una ocasión y que, por razones que no vienen al caso, yo aún no había leído.
No demoré más mi lectura y al día siguiente, por la mañana, lo leí. Mientras lo hacía, me estremecí y experimenté la misma mezcla de fascinación y horror que cuando contemplé el cuerpecillo torturado y mutilado de la libélula.
Desde entonces tengo pesadillas. Con frecuencia aparece en mi sueño una hiperbólica tela de araña que envuelve mi cuerpo y me convierte en una momia que vive: ve, oye, siente, respira… pero condenada al silencio y a la más absoluta y total inmovilidad. Cuando él está, me abrazo a su cuerpo , su contacto y su calor espantan todos mis temores. A veces me basta con escuchar su voz. Pero sus ausencias son largas y frecuentes y tengo miedo a las caníbales tejedoras y a esas retículas de seda mortal que se instalan en las esquinas de mi cuarto. Sé que están ahí. Y en las noches de insomnio percibo sus pasos, las oigo como suben y bajan por las escaleras de mi patio interior.
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No se pierdan el relato del mexicano Juan José Arreola. Comprobarán que el mío es deudor de él . Y ya saben que las comparaciones son... inevitables.