
La tía nos acompañaba hasta el puente y apoyada en el pretil esperaba a que la prima Luci y yo cruzáramos la carretera y llegásemos hasta la orilla del río.
No recuerdo cuando la tía nos obligó a poner los bañadores ni tampoco cuando nos obligó a dormir en cuartos separados. No advertía que la prima Luci, con sólo tres años más, crecía más rápido en todo de lo que yo lo hacía…
-¡Que culo tiene! –dijo Lucho.
Luci se movía de espaldas a nosotros al compás del Sugar, Sugar.
-¿Quién? -pregunté yo.
-Quién va a ser, ¡la Luci! -contestó Lucho mirándome de reojo.
-¡Eh, tío, qué es mi prima!
-¡Y a mí qué! Anda, no seas gilipollas y vete a preguntarle al Richi que es con quién se da el lote.
Fue una tarde de río cuando la prima comenzaba a abandonar esa primera estación en la que yo todavía permanecía… Miré a Luci mientras ella seguía moviendo las caderas al ritmo de Sugar, Sugar -“Tus ojos son dulce miel y tu risa un cascabel”-, y sentí una mezcla de vergüenza, celos y rabia:
-¡Vete a la mierda Lucho, que coño sabrás tú!
Ricardo Rodríguez, El Richi, había cumplido los dieciocho y trabajaba en la chapistería del padre. Algunas veces nos dejaba entrar en un garito -donde preparaba las facturas- que él había empapelado con calendarios de tías rubias en pelotas: “Qué, chavalines, ¿os gustan, eh?”–decía todo ufano mientras nos guiñaba un ojo-, “Estas tienen bien y de todo, pero no os emocionéis”. Y para jodernos, añadía: “Vosotros todavía no sabéis ni lo que es trempar”. Un día, para demostrarnos lo que aquello significaba, atrapó una mosca y le arrancó las alas. Se la puso en la punta de la verga –decía que “daba mucho gusto”-, y mientras la mosca giraba sobre sí misma, él empezó a meneársela hasta que el pobre bicho quedó atrapado en el espeso esperma de su corrida.
Desde la perspectiva del tiempo, veo a Ricardo como un tipo hortera y macarra: gafas oscuras de cristales espejados, pantalones de campana y camisa floreada a lo Adriano Celentano, botas con plataforma y cazadora negra de cuero con una leyenda en la parte trasera que decía: “Los ángeles del infierno”. Pero en aquel momento era el rey del mambo porque manejaba dinero y además tenía moto, un raro privilegio que despertaba la envidia de la chavalería del barrio y lo hacía más seductor a los ojos de las niñatas.
Muchos días del verano nos robaba a Luci mientras Milucho y yo aún le pegábamos patadas a un balón. Por las tardes se escapaban al otro lado del río, junto a la presa, y por las noches se escondían en la parte de atrás de la gasolinera que quedaba a las afueras. En uno de aquellos furtivos encuentros, Lucho y yo los sorprendimos. Luci y Ricardo se morreaban y entre beso y abrazo compartían un cigarro.
-¿Qué haces tú aquí? ¡Imbécil, mocoso! –gritó la prima con furia-. ¡Lárgate! ¡Y como te chives a mamá, te acuerdas!
Fue gracias a un cómplice silencio que Milucho y yo conseguimos los primeros cigarrillos. Los íbamos a fumar a un rincón donde moría el cementerio, al lado de un muro que separaba el camposanto de la "Casa de los gatos". Desde que la vieja Fátima había muerto, la casa estaba abandonada, pero su media docena de gatos seguían allí.
A principios de un verano, se instaló en aquella casa una pareja. Ella, una preciosa rubita de ojos claros, tan frágil que parecía quebrarse bajo sus ligeros vestidos de colores desvaídos; y él, un joven desgarbado y largo, tan flaco como ella, que se balanceaba al caminar. El pelo, que le llegaba a los hombros, impedía ver con claridad su rostro, salvo la nariz, fina y afilada. Casi nunca salían de la casa y poco o nada se relacionaban con los vecinos. "Dos suspiros", decía la gente mirándolos con curiosidad las pocas veces que se dejaban ver; y Ricardo, apuntando con el dedo a la rubita, comentaba por lo bajo: “Estas hippies son todas unas pendangas, chingan con todo dios”.
Tras el muro del cementerio, mientras Milucho y yo participábamos de los cigarros, los oíamos reír y hablar cuando estaban en el patio de la casa, algo frecuente en aquellas tardes de verano. Así fue como supimos sus nombres, Berto y Eliana; o Eli, como él solía llamarla.
Nuestra curiosidad por ellos era cada vez mayor y las visitas al cementerio, hubiese o no cigarrillos, se hicieron más frecuentes. Para expiarlos intentamos subir al muro, aunque nuestros esfuerzos eran vanos porque estaba recubierto con cemento y cal y era imposible trepar por él. Por eso decidimos vigilar la caseta de Saturno, el enterrador, y birlarle una escalera.
Milucho y yo nos turnábamos en el uso de la escalera. En el patio, los veíamos fumar hierba y escuchar música mientras hacían pulseras de cuero y figuras de alambre que luego vendían en los telderetes de las fiestas.
Una de aquellas tardes, llegó a nuestros oídos una música acompañada de una sensual voz femenina que susurraba entre suspiros y gemidos unas palabras que mi amigo y yo no conseguíamos entender. Incitados por la curiosidad y aprovechando la ausencia de Saturno, cogimos la escalera. Yo subí primero.
-¿Qué hacen hoy? –preguntaba Lucho-. ¿Qué hacen?
En lo alto de la escalera, yo contenía la respiración. Mis ojos seguían las manos de Berto que enjabonaban el blanco y frágil cuerpo de Eliana. Se deslizaban por sus hombros, acariciaban sus pequeños pechos de botones rosados, bajaban hasta su vientre, se detenían en las suaves redondeces de aquellas caderas de melocotón… Y Eli se reía, se dejaba hacer, mientras se mecía voluptuosa al compás de la música y mirando a los ojos de Berto repetía las sensuales palabras de aquella canción.
Cuando la música dejó de sonar, Berto vertió agua despaciosamente por el cuerpo de Eliana y apartándole el pelo comenzó a besarla en la nuca y en el cuello al tiempo que sus manos se deslizaban por la espalda de ella buscando el final…
Y Milucho insistía meneando con rabia la escalera:
-Eh, ¿qué hacen?, ¡dime qué hacen!...
¡Venga, baja ya, cabrón! ¡Me toca a mí!
Pero a mí, poco me importaban las sacudidas y la impaciencia de las palabras de mi amigo. El dócil abandono con el que Eli se entregaba al deseo de las manos que recorrían su cálida desnudez sometía mis sentidos, despertaba en mí oscuras y extrañas emociones que se traducían en una excesiva salivación en mi boca y en la no deliberada turgencia de mi sexo. E hipnotizado, contemplaba aquellos muslos de la blancura de la leche, dos medios quesos recién hechos, y en el embudo de las piernas, el vello rubio y rizado que cubría el sexo de Eli.
Berto se arrodilló y su boca se posó en él…
Aquella turbadora escena fue la última imagen que quedó estampada en mi retina. Las rabiosas sacudidas que Lucho propinaba a la escalera me hicieron perder el equilibrio. La escalera se tambaleó bajo mis pies, resbaló pared abajo y mi cuerpo quedó en suspenso, sujeto tan sólo por las manos que se aferraban al muro y del que pronto se desprendieron.
Durante toda mi impúdica y reprimida adolescencia, el pubis dorado y las blancas nalgas de Eli se me revelaron como el irreprimible objeto del deseo. Ella llegaba de la niebla de mis sueños cruzando un prohibido paraíso de mil y una oscuras noches para ofrecerme la obscena delicadeza de su carne desnuda. Y yo acariciaba con torpe vehemencia mi sexo mientras ella me susurraba al oído las mismas palabras de la mítica canción que Jane Birkin cantaba aquella tarde: Je t’aime… moi non plus *
*Je t’aime: polémica canción grabada en 1969 por la actriz británica
Jane Birkin y el compositor francés
Serge Gainsbourg. Por su explícito contenido sexual, fue inmediatamente prohibida por El Vaticano y se censuró su difusión radiofónica en España, Italia y Reino Unido A pesar de esto no se prohibió la venta de discos y pronto se convirtió en éxito internacional. Constituyó todo un símbolo de la Revolución sexual de los años sesenta.